martes, 19 de abril de 2016

Juan 10,22-30: Yo y el Padre somos uno

Juan 10,22-30

Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: "¿Hasta cuando nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente." Jesús les respondió: "Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno."

— Comentario por Reflexiones Católicas 
"Yo y el Padre somos uno"

Es la fiesta de la Dedicación, la que se celebra en Jerusalén durante el período invernal. Jesús pasea por el pórtico de Salomón por el lado oriental, que mira al valle del Cedrón. Se le acercan algunos y le plantean una pregunta sobre su identidad mesiánica (v. 24), una pregunta que tiene la apariencia de un interés sincero, aunque en realidad es insidiosa y provocativa. Jesús responde en dos momentos sucesivos: en primer lugar, sobre el mesiazgo (vv. 25-31) y, a continuación, sobre la divinidad (vv. 32-39).

Estamos ante la magna polémica que enfrentaba a Jesús con sus enemigos. Jesús ya había presentado antes de varios modos sus propias credenciales de Hijo de Dios y de enviado del Padre, especialmente a través de sus obras extraordinarias. Hubieran debido captar su mesiazgo y creer en su misión, pero todo intento había resultado inútil (vv. 25s). Si muchos no aceptan su testimonio, la verdadera razón de ello consiste en el hecho de que no pertenecen a su rebaño. En cambio, quien escucha da pruebas de pertenecer al nuevo pueblo de Dios (vv. 27s). Juan pone en boca de Jesús tres afirmaciones que señalan la identidad de las ovejas y sus características con respecto a Jesús: «Escuchan mi voz», «me siguen» y «no perecerán para siempre».

Los creyentes, que caminan en la verdad y en la luz, tendrán que sufrir, pero la vida de comunión con Cristo, vencedor de la muerte, les da la seguridad de la victoria. Su vida es asimismo para siempre comunión con el Padre, cuya mano, más poderosa que todo, los sostiene y los protege con la donación de su Hijo. La seguridad plena y definitiva que Jesús y el Padre garantizan a los creyentes se fundamenta en su profunda unidad y comunión: «El Padre y yo somos uno» (v. 30).

Nosotros creemos en las obras de Jesús porque Jesús realiza las obras del Padre. Jesús quiere establecer conmigo la misma relación que él tiene con el Padre. Por eso escucho su voz, que es eco de la voluntad del Padre. Por eso le sigo, porque él me conduce al Padre. Por eso me aferro a él, para no perecer nunca, porque sé que me conduce al Padre.

Las afirmaciones de Jesús son imponentes, en especial para un judío: dice que es uno con el Padre, con Dios, con el Altísimo, con el creador del cielo y de la tierra, con el ser que está por encima de todos los otros seres. Estas y otras afirmaciones, particularmente numerosas en el evangelio de Juan, sorprenden, aturden, dejan sin aliento, y así debió de ocurrirles a sus interlocutores.

También hoy le ocurre lo mismo a quien se queda perplejo frente a tamaña pretensión o presunción o luz deslumbrante. Pero Juan no atenúa nada, no hace descuentos; procede sobre la cresta de afirmaciones que dan vértigo, que requieren valor, pero que también permiten «no perecer para siempre». Precisamente porque toman su luminosidad de la luz misma de Dios. 

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