A Santa Mónica, nuestra santa de hoy, también le he tenido siempre un cariño especial y, como veréis, no es para menos. Baste decir que consiguió la conversión de su hijo, su esposo y, algo casi increíble, su suegra. Y no lo digo porque considere que las suegras sean malas, sino porque ésta en concreto, lo era.
Mónica hubiera querido dedicarse a la vida de piedad, pero ya se sabe que en esa época, quienes decidían los casorios eran los padres. Así es que le endosaron un marido, llamado Patricio, que era colérico, borracho, jugador, parrandero y mujeriego a más no poder, y del que tuvo tres hijos. Le hizo pasar las de Caín a la pobre mujer.
¡Eso sí nunca le pegó! ¿Qué cómo se explica?
Santa Mónica decía a sus vecinas, a quienes sí calentaban de tanto en tanto, que cuánto más de mal genio se ponía su esposo más amorosa se ponía ella. Y ya se sabe que, cuando uno no quiere, dos no se pelean.
Consiguió que Patricio se convirtiera poco antes de morir y entonces se dedicó a la suegra que era realmente de armas tomar pero ya se sabe que la santidad lo consigue todo por difícil que parezca.
Le faltaba lo más difícil, su hijo Agustín, que era un calavera y un sinvergüenza de tomo y lomo. Con constancia, oración y lágrimas hizo de él un santo. Pero bueno eso ya es harina de otro costal que explicaremos mañana.
Hoy es Santa Mónica, una gran mujer y gran santa. Felicidades a todas las que llevan este lindo nombre, entre las que cuento también a varias amigas.
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