La solemnidad de la Asunción de la Virgen nos recuerda su tránsito, su paso, de este mundo al Padre.
Aquella que, desde el primer instante de su concepción inmaculada, es sólo de Dios entra para siempre, transcurrido el curso de su vida terrena, en Dios, en la gloria de Dios: “En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Te trasladaste a la vida porque eres Madre de la Vida, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas”.
De algún modo, el primer “tránsito” para todos nosotros es la creación. Dios, libremente, por el poder de su palabra, nos ha llamado de la nada al ser. No provenimos del azar, ni de un destino ciego, ni de una necesidad anónima, sino que nuestro origen, y nuestro destino, está en Dios, que ha querido que participásemos de su verdad, bondad y belleza.
Un segundo “tránsito” tiene lugar con nuestra llamada a la justificación, a la santificación. A pesar de estar muertos por el peso del pecado, Dios nos da la vida; nos hace, por pura gracia, santos. San Agustín dice que la justificación del impío es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra, porque manifiesta una misericordia mayor (cf. Catecismo 1994). En la Virgen, la santidad coincide con la creación. En Ella no hay pecado; desde su concepción ha sido redimida, santificada, bendecida. Ella es, verdaderamente, una criatura nueva, plasmada por la gracia de Dios.
El tercer “tránsito” es el paso de esta vida a la vida eterna. Dios nos llama a superar la vida mortal para hacernos partícipes de su inmortalidad. Cristo, con su Pascua, ha inaugurado este paso. Él es el “primogénito de entre los muertos” (Col 1,18), el principio de nuestra propia resurrección por la justificación de nuestra alma y, más tarde, por la vivificación de nuestro cuerpo. María, la Virgen, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo “para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen gentium 59).
Lo que aguardamos, lo que esperamos, se ha realizado ya anticipadamente en María. El Papa Pablo VI enseñó que la solemnidad de la Asunción es la “fiesta de su destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final” (Marialis cultus 6).
Fuente: infocatolica.com
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