viernes, 18 de febrero de 2011

Domingo de la 7 Semana del Tiempo Ordinario A, por Mons. Francisco Gonzalez

Comentario por Mons. Francisco González


Seguimos con el capítulo 5 del evangelio de San Mateo. Estamos reflexionando sobre el Sermón de la Montaña que creo es una de las mejores páginas al hablar del respeto que debemos a toda persona. Todos aquellos que los grandes de este mundo, los de la sociedad más afluente consideraban de poca importancia y tenía como “los pobrecitos”, llega el Señor y en su discurso programático dirigido a todo el que quisiera escuchar llama Benditos, bendecidos, bienaventurados a los que la sociedad consideraba como lo contrario.

Este cambio de actitud se tiene que reflejar en el estilo de vida y así continuamos en esas antítesis que el Señor presenta: se os dijo y ahora yo os digo. Esta nueva enseñanza es cumplir con lo que ya se había empezado, y ahora sí caminamos hacia delante.

Todo este cambio de valores puede desestabilizar nuestra forma de pensar, de actuar, de vivir. Podemos preguntarnos: ¿Quiere Dios que cuando me golpeen una mejilla ponga la otra? Y si me quieren robar la chaqueta, ¿debo darle el abrigo también? ¿de veras debo amar a mi enemigo?

Para comprender todo esto, nos dicen los estudiosos que debemos también entrarnos en el modo de vida de aquellos tiempos y ver las diferentes actitudes y modo de vida. Todo lo cual parece muy razonable. Sin embargo también podríamos echar una mirada atenta a Jesús, y mirarlo no sólo con los ojos del cuerpo, sino también con el corazón. ¿Qué nos dice Jesús y no solamente con sus palabras, sino también con sus obras?

Tal vez podamos acercarnos más a esta lectura y desgranar con más precisión clavando la mirada en el Maestro a quien prenden rudamente en el huerto de Getsemaní, que le juzgan y condenan usando falsos testigos, que se mofan de él, le dan azotes, empujones y bofetadas, le ponen una corona de espinas y le cargan una cruz con la que va al patíbulo, lo desnudan, crucifican y continúan riéndose de él y su reacción es dar un hijo a su madre, una madre a su amigo y un gran perdón a todos, especialmente los que le han puesto en el madero.

Podemos volvernos a preguntar si todo lo dicho por Jesús que hemos mencionado es lo que él quería decir. Lo que no podemos preguntarnos es acerca de lo que hizo. Sus sufrimientos son bien claros, y camina con ellos por la sencilla razón de que su amor es infinito, es un amor hacia la humanidad sin medida, sin condiciones. Todo lo que es él y tiene nos lo da, incluso su cuerpo y sangre en la Eucaristía.

Este es el ejemplo a seguir, esto es lo que significa santidad, es amor sin límites a Dios y al prójimo, y este prójimo no es simplemente el compatriota como lo catalogaba el pueblo judío. El prójimo es todo aquel con quien me encuentro y me necesita.

La lectura evangélica que nos puede parecer tan radical, tan poco práctica, tan absurda cuando la leemos mirando nuestro mundo actual, parece que nos da la clave para la solución de todos esos retos y problemas que encontramos en nuestros días como pueden ser la violencia, la opresión, el abuso, el hambre, la pobreza, las guerras, el terrorismo y todos esos males que nos vienen del egoísmo, el odio, la indiferencia hacia los demás.

Francisco de Asís, el santo de todos, lo había entendido muy bien y por eso pide al Señor ser su instrumento y así donde hay odio, ofensa, discordia, duda, error, desesperación y tinieblas poder llevar, dar y ser amor, perdón, unión, fe, verdad, alegría y luz.

Sólo cuando aceptemos en nuestras vidas la radicalidad del evangelio renovador de Jesús se establecerá en este mundo la paz verdadera, que genera esperanza porque están basadas en el amor a Dios y al prójimo.

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