sábado, 5 de febrero de 2011

5 Domingo del tiempo ordinario A, por Mons. Francisco Gonzalez, SF, Obispo Auxiliar de Washington D.C.

Isaías 58, 7-10
Salmo 111,4-9
1 Corintios 2, 1-5
Mateo 5, 13-16

Estamos en el 5 domingo del Tiempo Ordinario. La primera lectura, que es de Isaías (58,7-10), pertenece a la tercera parte del profeta y que se le conoce como el Tercer Isaías. Los Israelitas ya han vuelto del destierro, pero las cosas no van como ellos esperaban y que se quejan de que “ayunan y se humillan y Dios ni lo ve, no lo toma en cuenta”. El profeta les recuerda que todo eso sucede porque no lo hacen bien, pues tanto la oración como el ayuno deben ir acompañados de buenas obras, de lo contrario, de nada sirve. En otras palabras: amor a Dios y al prójimo van juntos.

Algo que también nosotros debemos tener presente: cuando haya justicia, cuando desaparezca el racismo, cuando se libere a toda clase de esclavos, cuando dejemos de volver la espalda al hermano, entonces dice el Señor, surgirá la luz y nuestras heridas sanarán rápidamente.

El domingo pasado leíamos las Bienaventuranzas y decíamos que eran como una foto de Jesús. El Maestro continúa su enseñanza desde el monte al que subió para dejarse ver y oír de la gente. El evangelio que hoy es continuación del que leíamos hace una semana, y aquí se nos dan dos consejos: el cristiano tiene que ser sal de la tierra y luz para el mundo.

Hoy la sal no tiene muy buena propaganda, sin embargo por muchísimo tiempo era el elemento con el que se daba sabor a la comida, al mismo tiempo que preservaba de la corrupción, y por eso los rabinos comparaban la ley con la sal, porque la ley de Dios da sabor a la vida, impide la corrupción. Dar sentido a la vida es el objetivo de todo ser humano. Por eso, el cristiano que verdaderamente es sal de la tierra, es una persona digna de alabanza pues está ayudando a tantos seres humanos a darse cuenta de que la vida que Dios nos ha dado, vale la pena vivirla.

La luz. No son necesarias grandes disertaciones sobre el extraordinario valor y simbolismo de la luz. Esta semana pasada semanas, tantísimas casas “se quedaron sin luz” por la nieve y parecía que no había vida. Una tremenda obscuridad en muchas casas, oficinas, negocios y en la misma calle. La luz es vida. Esas expresiones como dar a luz, ver la luz del día, proclaman vida. La luz permite ver el color de la vida y así el cristiano tiene que ser “luz para el mundo”.

Lo que el Señor nos enseña es que la vida tiene sentido cuando hay amor, no necesariamente ese amor que nos pintan o proyectan en los culebrones de la televisión, sino más bien esos pequeños detalles gratuitos que los profesionales pueden tener con sus clientes y que van más allá del puro y exclusivo profesionalismo: los cinco minutos extras que la enfermera dedica al paciente; la llamada del abogado para tranquilizar al cliente; la sonrisa sincera del clérigo al necesitado que viene a su puerta en horas intempestivas; el trato respetuoso del oficial de policía al indocumentado que acaba de cometer una pequeña infracción de tráfico; el dueño de los apartamentos que facilita a los inquilinos el pago de la renta; el que ayuda monetariamente al necesitado por amor al pobre más que para contentar a la propia conciencia.

El amor al prójimo, sin distinción de clases, y en especial el más necesitado, no se puede separar del amor a Dios, así nos lo recuerda el profeta, así lo enseña Jesús.

Y para concluir estas reflexiones, viene muy bien traer a colación la segunda lectura (1 Cor.2). Pablo ha pasado por Atenas y allí como gran filósofo, como un potente orador. El fracaso fue estrepitoso y por eso ahora hay un cambio profundo en su actitud y así se lo confiesa a los corintios: “vine débil, inquieto y angustiado y con palabras sin brillo”. Predica “únicamente a Cristo Jesús y a éste crucificado”. Y concluye con unas extraordinarias palabras que nos han de ir muy bien a todos los predicadores y evangelizadores: “…para que ustedes creyeran, no ya por la sabiduría de un hombre, sino por el poder de Dios”.

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