Comentario por Mons. Francisco González, S.F.
Estamos en el cuarto domingo de Cuaresma. Dos semanas más y entraremos en la semana de las semanas: Semana Santa. Nos estamos acercando al final de este tiempo fuerte que conocemos como cuaresma.
Cuaresma, cuarenta, número que en la Sagrada Escritura indica cambio, viaje. Posiblemente sea éste un buen momento para hacer un alto en el camino de nuestra preparación a la Pascua para ver en dónde nos encontramos, qué o cuánto hemos avanzado, hacia la “nueva vida” que recibimos en el bautismo y que se nos encargó desarrollar.
En la primera lectura nos encontramos con la unción del nuevo rey de Israel. Dios quiere que el guía de su pueblo sea alguien de su confianza. El profeta, cuando vé al mayor de los hermanos, de “gran presencia y estatura”, piensa inmediatamente que éste es el elegido, pero Dios no le permite ungirlo. “No te guíes por las apariencias, le dice, yo miro el corazón”.
Esta es una frase con una enseñanza capaz de revolucionar la historia, la vida de los seres humanos. A pesar de tanto estudio, de tanta psicología, de tanta cosa como sabemos, todavía caemos con muchísima frecuencia en juzgar a la gente “por las apariencias”. El dicho popular de “las apariencias engañan” o “mucho ojo, que la vista engaña” tienen mucho de sabiduría y de ética cristiana.
En el evangelio vemos otro hecho extraordinario en la vida de Jesús: la sanación de un ciego de nacimiento. Como nota un tanto curiosa podríamos decir que esta narración evangélica comienza con un ciego que llega a ver, y un montón de videntes que acaban sin ver.
Los fariseos, esclavos de la ley, no pueden aceptar a Jesús Mesías, consagrado a Dios para el bien de la persona. No pueden aceptar que en el Reino de Dios, el bien del hombre está por encima de las costumbres y tradiciones: no se hizo el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre.
En esta lectura del evangelio de San Juan vimos el viaje de fe que hace el ciego de nacimiento quien vé a Jesús, primero como “hombre”, después como “profeta” y finalmente como “Señor”. Un proceso similar lo vimos el domingo pasado en el caso de la mujer samaritana.
Tanto el ciego de nacimiento como la mujer samaritana comienzan su relación con Jesús basada en una necesidad material, y poco a poco van entrando a una relación más personal, más íntima hasta llegar a conocer el sentido de la vida que está, ni más ni menos, en la aceptación de Jesús como su Salvador.
Ceguera y tinieblas van juntas y como consecuencia sus obras son estériles, no hay vida, (2º lectura) pero cuando se acepta la luz de Cristo, nosotros mismos nos convertimos en luz cuyos frutos son la bondad, la justicia y la verdad.
El mandato o invitación de Jesús al ciego para que fuera a lavarse, creo que nos puede a nosotros dar también algo que pensar. Tal vez nosotros también necesitamos bañarnos en la piscina de “Siloé” (que quiere decir: El Enviado), en la piscina del sacramento de la reconciliación, donde nos podamos limpiar del barro de nuestros pecados, de nuestras actitudes que impiden que veamos el don que Dios es y que nos quiere dar: ser bondadosos, practicar la justicia y vivir en la verdad.
“El Señor es mi pastor, nada me falta”
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