Lucas 10,25-37
Lunes de la 27 semana del tiempo ordinario
15 Domingo del tiempo ordinario, C
En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?" Él le dijo: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?" Él contestó: "Amarás al Señor, tu, Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo." Él le dijo: "Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida." Pero el maestro de la Ley queriendo justificarse, preguntó a Jesús: "¿Y quién es mi prójimo?" Jesús le dijo: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó en una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: "Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta." ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?" Él contestó: "El que practicó la misericordia con él." Díjole Jesús: "Anda, haz tu lo mismo."
— Comentario por M. Dolors Gaja, M.N.
El evangelio de este domingo es uno de los fragmentos que, desde siempre, ha fascinado a la comunidad cristiana. ¿Quién, por poco que conozca el evangelio, ignora la parábola del buen samaritano. Subrayaremos, por tanto, sólo algunos aspectos:
— Un maestro ante el Maestro
Jesús no era Rabbí. No había estudiado en Jerusalén la Torah, como lo hará, por ejemplo, Pablo. La gente le dio espontáneamente el título de rabbí y Él lo asumió como propio, como uno de los “títulos” que le gustaban. Pero sorprende que un maestro” auténtico” de la Ley le dé el nombre de “rabbí” a menos que entendamos que lo hace, como dice el texto, para probarlo, para provocarlo; su tono debía ir cargado de ironía y quizá, desprecio. Trataba de desenmascararlo, no de aprender.
Jesús le responde en el mismo tono de ironía con una pregunta que obliga al maestro de la Ley a responder: ¿Tú eres maestro y no sabes esto? La respuesta es el texto de Deuteronomio y Levítico, un fragmento que conocen hasta los más niños. Jesús parece haber terminado de prestar atención al maestro de la Ley con su exhortación a vivir lo mandado cuando éste lanza una pregunta nueva: ¿y quién es mi prójimo?
Esta es una pregunta que ya no contestaría un niño porque para los judíos conservadores no eran “prójimos” todos. Se excluía de este concepto al pagano, al pecador público, al leproso... Y ahora Jesús acepta el envite.
— La parábola del buen samaritano
Los Santos Padres han visto en este hombre que baja de Jerusalén a Jericó la representación simbólica de la humanidad entera o, si queremos, la figura de Adán. Jerusalén, cuyo nombre significa ciudad de paz, es el Paraíso. Y Jericó, ciudad rodeada por murallas, el mundo. La humanidad pues, ha sido expulsada de la paz del paraíso y el pecado ha apaleado a la persona hasta dejarla medio muerta.
Pasan cerca de esta humanidad derrumbada un sacerdote y un levita. No se trata de que ambos mantengan posturas inmisericordes (que también) sino de una manera de Jesús de decirnos que la Ley de Moisés, que ambos representan, no tiene capacidad para salvar a la humanidad. La Ley carece de fuerza para sanar la profunda herida que el pecado ha infligido en el corazón humano. La Ley, dirá San Pablo, es sólo una nodriza que ha acompañado al pueblo de Israel en su minoría de edad. Llegada la plenitud de los tiempos, aparece Cristo, representado por sí mismo en la figura del buen samaritano.
Sabemos lo que hace ese samaritano. Pero es preciso subrayar lo que siente: “se compadeció”. Y sólo después actúa. Jesús subraya nuevamente el valor de la interioridad y la necesidad de tener “un corazón de carne” y no de piedra.
El samaritano se acerca al hombre herido. También Dios se acerca a mí, a mis heridas, a mi sufrimiento, a mi pecado. Sobre mí derrama “vino y aceite”, elementos que algunos comentaristas ven como prefiguraciones del sacramento del bautismo y la eucaristía. El samaritano venda heridas (un corazón quebrantado, tú no lo desprecias…) y carga al hombre en su cabalgadura.
— Una iglesia pobre para los pobres
Siguiendo los comentarios, tan valiosos, de los Padres, vamos a ver en este hostal la imagen de la Iglesia. Allí el hombre herido sanará, allí será cuidado, alimentado. Allí será devuelto a la vida. Ojalá todos fuéramos buenos samaritanos que, con nuestras obras, llevamos a las personas marginales, heridas, desheredadas y rechazadas a una Iglesia misericordiosa que se preocupa como madre por ellos y los cuida y atiende hasta el regreso del Señor.
El samaritano da dos denarios al hostalero. El denario era el sueldo de un día y por tanto se prevé una ausencia de dos días porque “al tercer día” volverá. Clara alusión a la resurrección de Cristo.
Y mientras Cristo no vuelve, queda clara la misión de la Iglesia: salvar, sanar, cuidar. Atender a cuantos van heridos por el camino.
Cristo no se ha desentendido de la humanidad, como hizo Caín. Cristo anda por los caminos llevando a todos los heridos a esa casa de sanación que Él llamó Iglesia.
— Anda y haz tú lo mismo
Al maestro no le queda otro remedio que reconocer que prójimo es aquel que obra con misericordia. Y Jesús sentencia: “Anda y haz tú lo mismo”. Con lo cual da respuesta a la pregunta inicial del maestro de la Ley: ¿Qué tengo que hacer para heredar la Vida Eterna?”
Indicar a un maestro de la Ley que haga lo mismo que un samaritano no deja de ser, en el fondo, una muestra del sentido del humor de Jesús. Un humor cargado de amor, un humor que invita a no sentirse poseedor de la Verdad, un humor que derriba murallas (incluidas las altísimas de Jericó) y acerca personas. Un humor que es expresión de vida fecunda, de capacidad de sanación. Un humor que nos hace algo de falta en la Iglesia, la verdad.
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