Según el libro del Génesis, en el paraíso en el que se encontraban los primeros humanos, había dos árboles extraordinarios: el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal.
Como su mismo nombre indica, se trata de dos árboles simbólicos. El árbol de la vida se encuentra en la mitología antigua. Quien come de él, obtiene la inmortalidad. El relato afirma que el hombre, mortal por naturaleza (sacado del barro), ha sido creado a imagen de Dios. Es como un “hijo de Dios”, al que se le ofrece, como un regalo, la vida inmortal. Es un regalo, no un derecho, porque sin el regalo el hombre es mortal. Sin embargo, este humano es una criatura. No tiene el conocimiento divino ni el poder absoluto de decretar lo que es bueno y lo que es malo. Este límite de la condición humana está simbolizado por el otro árbol, el árbol prohibido, el del conocimiento del bien y del mal. Por esta razón la astuta serpiente tienta a Eva, diciéndole que es posible conocer y decidir sobre el bien y el mal y, así, ir más allá del límite: “si coméis de este árbol, seréis como dioses” (Gen 3,5).
Según el Génesis, los dos árboles, contrarios e incompatibles, están en “el centro del jardín” (Gen 2,9). En el centro de la existencia. Esta dualidad es perfectamente coherente y hay que tenerla muy en cuenta si queremos entender el mensaje que el texto transmite.
Del primer árbol se puede comer; pero está prohibido, bajo pena de muerte, comer del segundo. Los dos arboles son el signo de una oposición fundamental y universal: la Vida y la Muerte. El humano debe escoger uno u otro camino. Porque el humano no es un animal como los otros. No es un autómata. Es libre, más aún, es el interlocutor de Dios. Puede convertirse en amigo de Dios, y cumplir su voluntad; es lo propio de los amigos, que buscan complacer al amigo; o separarse de Dios y seguir su propio camino. En adelante este será el dilema de Israel y, por extensión de toda la humanidad: “Yo os propongo el camino de la vida y el camino de la muerte” (Jr 21,8). Pero la voluntad de Dios es clara: “Escoge la vida” (Dt 30,19).
La elección fundamental entre vida y muerte, bien y mal, sigue siendo totalmente válida. Para el cristiano, el simbolismo del primer jardín se encuentra en el simbolismo sacramental del bautismo. El doble rito de la renuncia a Satanás y de la adhesión a Cristo es el lugar sacramental de esta elección decisiva. El creyente renuncia a la vía del mal y se compromete a seguir la vía de Cristo que conduce a la vida eterna. El catecúmeno hace así lo contrario de lo que hizo el primer hombre. Adán hizo una mala elección. Siguiendo a Cristo, Camino, Verdad y Vida, el catecúmeno encuentra abierto el camino que conduce al árbol de la vida.
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