Comentario de Mons. Francisco González, SF
La Palabra de Dios causa crisis en el pueblo. En la primera lectura vemos la reacción de los líderes ante la Palabra de Dios transmitida por Jeremías. Ellos no ven otra salida que “matemos al profeta”. Por el contrario, Abdemalec, un extranjero, es quien salva al profeta. Este pasaje, tal vez para resaltar más el poder y plan de Dios, parece enfatizar la carencia: de ánimo, entre la población de Jerusalén; de poder, por parte del rey; de agua y víveres para la población. Abdemalec es esclavo y aun careciendo de libertad, la consigue para Jeremías.
En el evangelio de hoy encontramos a un Jesús, que podríamos decir y con todo respeto, “que no se anda con chiquilladas”. Así como San Mateo nos presenta a Jesús como “el nuevo Moisés”, así también podemos ver en el Jesús del evangelio de San Lucas, algunos rasgos como el del profeta Jeremías. Jesús como profeta habla la Palabra de Dios y exige respuesta, al mismo tiempo que como portador de ese mensaje de Dios, le puede costar caro. También aquí los líderes buscan cómo deshacerse del profeta, llegando hasta insistir ante la autoridad: “crucifícalo, crucifícalo”.
Algunas palabras clave del pasaje evangélico de este domingo vigésimo del tiempo ordinario pueden ser: fuego, bautismo, paz, división.
El vocablo fuego tiene varios significados en la Sagrada Escritura que van desde lo real: fuego para cocinar, calentar y alumbrar, hasta los simbólicos, como la presencia de Dios, juicio, prueba, purificación. No olvidemos Pentecostés, cuando los apóstoles reunidos en el cenáculo, recibieron el Espíritu Santo, al tiempo que sobre ellos vinieron “como unas lenguas de fuego”.
De una manera especial, los últimos nuevos Papas llevan tiempo instando a toda la Iglesia a una nueva evangelización, a un nuevo entusiasmo y ardor en la proclamación del mensaje de Jesús: conversión, reconciliación, unidad, algo de ayer y hoy que exige respuesta, que requiere compromiso, que reclama un cambio radical en nosotros, pues el Señor está deseoso de que “ya todo estuviera ardiendo”, o sea, que ya todo y todos estuviéramos convertidos, reconciliados y unidos.
Él no trae la paz, esa paz de simple tranquilidad, de adormecimiento espiritual producido por píldoras valium psicológico, sino una división clara de los que, como dice en otra ocasión, están “conmigo o contra mí”.
Paz y tranquilidad hay en abundancia en los cementerios, pero no hay vida. La paz de Cristo no es fácil, no es, como decíamos anteriormente, “tranquilidad”, sino cruz y tensión en función del reino de Dios. En palabras de Casiano Floristán, en este pasaje “Jesús es presentado como aquel que alumbra el fuego de Dios, afronta la muerte para el perdón del pecado y llama a todos rompiendo los lazos del orden injusto”.
El combate al que nos llama la Palabra de Dios es de suma importancia, es algo de vida (la gracia y amistad de Dios) o muerte (el pecado).
En la segunda lectura, el apóstol Pablo, para enfrentarnos a esta realidad, nos habla de la carrera, invitándonos a la perseverancia y constancia en la misma, poniendo nuestra mirada en Jesús, quien al mismo tiempo es nuestra fuerza y nuestro premio y que como buenos atletas, deseosos de ganar la carrera nos despojemos de todo lo que no nos es necesario, mayormente, de todo aquel lastre o peso inútil que nos impide correr (el pecado).
En esa carrera en la que encontramos valles de los que es difícil salir y montañas penosas para conquistar, hagamos nuestro el grito del profeta: Señor, date prisa en socorrerme.
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