Uno de los problemas que se plantean al leer y reflexionar sobre algunos textos del Nuevo Testamento en general, y de los Evangelios en particular, es su carácter escatológico. Y dado que, grosso modo, por escatología se entiende todo aquello que se refiere a la vida de después de la muerte, cuando los textos de índole escatológica se toman de manera literal y restrictiva, pierden algo de la potencia propia del Evangelio para inspirar una praxis cristiana actual.
Jesús de Nazaret participa del pensamiento escatológico propio de su tiempo —teñido de rasgos apocalípticos, esto es, de una visión de futuro que supone la destrucción del orden actual—, y habla en clave escatológica, tal y como lo recuerdan los Evangelios.
En tanto que hombre de su tiempo y su cultura, Jesús vive junto con sus contemporáneos la tensión de la expectativa de futuro del Reino de Dios que él mismo anuncia, aunque la escatología no se limita tanto al futuro como porvenir, cuanto a lo definitivo, a la realidad definitiva que hace el futuro, de alguna manera ya presente (cf. E. Schillebeeckx, Jesús. Historia de un viviente, Madrid 1981).
Tomando en cuenta lo anterior el texto que me ocupa, conocido como el "Juicio final", cobra una dimensión particularmente interesante.
Para remitir a un juicio, el texto abre con una imagen tomada de la vida rural propia de la Palestina del siglo I donde los rebaños mixtos —de ovejas y cabras— son separados durante la noche por el pastor pues las cabras necesitan más abrigo que la ovejas, que por cierto y de color blanco son animales más valiosos que las cabras de color negro (cf. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, Estella 1997).
Ahora bien, el pastor que juzga es caracterizado —de manera insólita— como Hijo del hombre, como Rey, como Señor e, implícitamente, como Juez.
La primera referencia —Hijo de hombre— es una cuestión harto discutida por los exegetas: algunos consideran que por hijo de hombre hay que entender meramente un pronombre personal, tal como viene en Ezequiel (2,1-8), aunque otros piensan en una referencia mesiánica derivada del libro de Daniel: "… vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido a hijo de hombre […] Le dieron poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino no será destruido." (Dn 7,13-14). Al menos en el texto en cuestión, hay que pensar en ésta última referencia (cf. H. Balz, G. Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, Salamanca 1998).
En el Antiguo Testamento el término Rey corresponde de forma privilegiada a Yahvé en cuanto que Israel, a diferencia de las demás naciones, es propiedad de Dios, y, sí bien en un momento de su historia surge la institución monárquica, el rey es considerado como un mero lugarteniente de Yahvé.
En cuanto a Jesús de Nazaret, en el arco de su historia, fuera de la intentona de proclamarlo rey —según recuerda el Cuarto Evangelio (Jn 6,14-15)—, es solamente en el contexto de la pasión donde es relacionado con tal título. A la condición real, tanto en su acepción teológica como sociológica, viene asociada la calidad de juez: corresponde al Rey la potestad suprema de juzgar. Por último y en el mismo rango, el término Señor designa a "una persona que tiene control o dominio sobre otra persona o sobre una cosa, y además tiene autoridad para decidir" (así H. Balz, G. Schneider, op. cit.).
Pues bien, sobra apuntar que tanto Hijo de hombre como Rey, Señor y Juez son conceptos que, tanto en el contexto de la Escritura como en el texto en cuestión, conllevan gloria de por sí, entendida ésta como esplendor de poder pero, también y sobre todo, como reputación y honor manifestado en público.
Resulta, entonces, sorprendente que el elemento central y decisivo del juicio venga a ser la identificación del juez revestido de atributos de honor en grado sumo con aquéllos que, por su condición, resultan ser paradigmas de vergüenza: hambrientos y sedientos, deslocalizados sin casa, desharrapados, enfermos abandonados y encarcelados olvidados.
Que ésta identificación resulta inusitada se desprende del asombro de los comparecientes que —ya hayan auxiliado a los desgraciados con los que el juzgador se identifica, ya hayan omitido cualquier atención para con ellos— se muestran sorprendidos de encontrar su destino definitivo por la fraternidad ejercida o negada con quienes la sociedad de entonces y de ahora considera, en el mejor de los casos, objetos de buenas obras. Y nada más.
Es así que, más que invertir el código de honor-vergüenza vigente en su tiempo, Jesús de Nazaret propone una genuina subversión de las categorías socioeconómicas que van más allá de la igualdad y que tienen pretensión de universalidad: ante Jesucristo Rey se presentan "todas las naciones", esto es, todos los hombres de todos los tiempos.
Esta es, pues, la manera de reinar de Jesús de Nazaret que, por cierto, no ha de resultar extraña a sus discípulos: "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado". (Mt 10,40).
Esta es la forma que Jesús de Nazaret entiende la praxis relacionada con el Reino de Dios: en contraste con las obras espectaculares —"Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?' Y entonces les declararé: ‘¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!’" (7,22)—, la fraternidad universal e igualitaria ejercida en la discreción de la cotidianidad.
Fuente: www.jesusdenazaret.info
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