Desde hacía muchos años por las calles de Roma se solía encontrar a un humilde capuchino de estatura mediana y de modales amables y graciosos. Llevaba siempre en sus espaldas una bolsa y era llamado por la población “Fra Deo gratias”, ya que a quienquiera que encontrase por el camino, se dirigía a él con este particular saludo, que significa “Gracias a Dios”. Era el religioso una especie de hermano lego que pasaba la vida haciendo el bien por las calles de Roma y pidiendo limosnas. Su nombre era Felice da Cantalice, quien, por humildad, solía llamarse a sí mismo “el asno de los capuchinos”.
Un día, teniendo cierta prisa y en medio de una multitud, comenzó a decir:
- ¡Paso, señores! ¡Dejad pasar el asno de los frailes!
La gente, haciéndose a un lado, se preguntaba dónde estaría dicho animal.
- ¿No lo veis? –respondía Fra Felice–, soy yo, ¡el asno de los capuchinos!.
Su compostura era tan similar a la de Felipe Neri que casi podría decirse que eran almas gemelas. Cuando ambos se encontraban parecía como si quisiesen ver quién hacía el mayor ridículo. Uno se arrodillaba frente al otro; el otro bailaba una pieza en su honor y, cuando se despedían, se decían:
- ¡Podría verte morir reventado por amor de Dios!
A lo que el otro respondía:
- ¡Y yo podría verte colgado y destrozado por el mismo amor!
La gente que asistía a estos extraños encuentros se divertía sobremanera y quedaba totalmente edificada por tanta gracia y simplicidad.
Narremos otro episodio entre ambos.
Una calurosa tarde, Fra Felice se encontró en Vía dei Banchi Vecchi con Felipe; luego de las acostumbradas payasadas de bienvenida, le preguntó:
- ¡Eh, florentino!, ¿tienes sed?
- Es la Providencia que te manda con este calor endemoniado –respondió Felipe.
- ¿Sabes? Tengo aquí un vino realmente bueno –dijo el fraile.
En tanto, algunos de los que pasaban por allí comenzaron a observar el espectáculo. Fra Felice tomó la botella que le acababan de donar para los capuchinos y se la dio al Padre Felipe. Éste, mostrando mucha avidez, la tomó con ambas manos y la llevó hasta la boca como si fuese todo un borracho profesional, bebiendo con enorme placer. La gente reía y se decía para sí:
- ¡Mira, mira a estos dos frailes cómo beben!
Luego de que Felipe bebiera, le tocaba el turno a su amigo:
- Ahora quiero que tú también te mortifiques públicamente –le dijo en voz baja.
Fra Felice haciendo lo mismo, se llevó la botella a la boca y después de haber terminado hasta la última gota, se saludaron mutuamente y siguieron cada uno su camino.
Eran muestras públicas de humildad para no pasar por santos.
Autor: P. Javier Olivera Ravasi
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