Comentario de Mons. Francisco Gonzalez, S.F.
Hemos llegado a la fiesta de Pentecostés. Esta fiesta era una de las principales del pueblo judío, bastante tiempo antes de Cristo y tuvo varios significados o motivos. Fue la fiesta de la cosecha. Mucha gente de pueblo, de esos pequeños, ven cómo sus graneros se han ido vaciando durante el año y se espera con ansia la recogida de la cosecha para volver a tener abundancia de provisiones.
La llegada del Espíritu también nos habla de abundancia, de todo ese poder y plenitud asociados con el Espíritu, para poder vivir una vida "de abundancia", de la que nos habla Jesús, que como Él nos dice: "vine para que tengáis vida, vida plena". También era recuerdo y celebración de la Ley dada en el monte Sinaí, que Jesús viene a perfeccionar por el poder de su Espíritu.
Para nosotros los católicos es también una de las principales celebraciones litúrgicas que conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y el comienzo de la Iglesia. Un comienzo, una transformación de aquellos buenos hombres indecisos y un tanto miedosos, que todavía no las tenían todas consigo, y que una vez que el Espíritu se posó sobre ellos, quedaron transformados, su fe en el Resucitado penetró en sus mentes y traspasó su corazón, tanto que abandonando toda precaución salieron de su escondrijo y comenzaron a anunciar a Cristo con todo el entusiasmo del que fueron capaz, y con palabras y hechos que hasta los extranjeros les entendían, pues para hablar y entender la lengua del amor no se necesita asistir a una clase de idiomas.
En la carta a los Gálatas el apóstol Pablo habla de esos dos contingentes, la carne (valores del mundo) y el Espíritu. Ambos nos conducen por caminos, pero completamente desiguales. El autor de la carta nos habla de antagonismo. Por un lado la carne nos ofrece algo que es el producto del egoísmo, de un estar centrado en sí mismo, en el hombre que busca placer, peleas, destrucción del otro y completo olvido de Dios.
En el otro lado está el Espíritu que ofrece y facilita todo lo contrario, desde el amor, origen del bien (Dios es amor), disfrutando de la fraternidad en medio de una gran alegría, al querer y poder dar un buen servicio a los demás como resultado del dominio propio en solidaridad con los demás.
Este cambio que nos ofrece el Espíritu es por lo que grita el salmista: "Envía Señor tu Espíritu y renovarás la faz de la tierra", sí la volverá a hacer nueva como el mismo Dios creo el mundo declarando que todo lo que había hecho "era bueno", incluso "muy bueno".
Esa tremenda acción renovadora ya la vemos en Jesús cuando en los últimos tiempos de su vida, repetidamente anuncia a los suyos la venida del Espíritu que les guiará, les acompañará, les fortalecerá. Y en ese primer día de la semana, en el primer día de la nueva alianza, Jesús se presenta en medio de aquellos apóstoles, les desea y da todo lo mejor, eso es lo que significa paz, al mismo tiempo que les muestra sus manos y costado, las llagas que le produjeron los clavos y lanza, para que no tuvieran más dudas de quién era, e inmediatamente se llenaron de alegría, pues la verdad es que no podía ser de otra forma, cuando uno abre su corazón a Jesús.
A continuación viene la misión, la misión de continuar el encargo que Dios Padre le había dado a Él y por el que le había enviado, y así "exhaló su aliento sobre ellos", pues lo iban a necesitar. Es imposible cumplir con la misión que Jesús les da, sino es por la fuerza, la plenitud, la energía del soplo del Espíritu que cambia, transforma, que da nueva vida.
Hoy conmemoramos lo que pasó hace unos veinte siglos, y cuando pasa tanto tiempo podemos olvidarnos o caer en la rutina. La Iglesia de hoy como la del comienzo necesita abrirse al Espíritu, a su fuerza renovadora. Hoy todo el mundo habla de la nueva evangelización, se hacen planes, se construyen programas más o menos pastorales, se diseñan itinerario para conseguir ciertos objetivos basados en porcentajes y números de un tipo u otro.
Recemos que en medio de este maremagno de ideas y otras cosas, dejemos que se oiga la voz del Espíritu que vino para "convertirnos en verdaderos testigos de Dios en Jerusalén, en Washington, en Paris, en Roma, hasta los confines de la tierra, sin olvidar nuestras parroquias, conventos, hogares, escuelas y todos esos lugares en los que estamos pensando pero no nos atrevemos a mencionar".
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