Ese credo que recitamos de corrido lo forjaron los primeros concilios ecuménicos a martillazos, condenando herejes a derecha y a izquierda.
A veces los que habían triunfado en un concilio se excedían en su interpretación y otro concilio tenía que dar un golpe de timón en sentido contrario. Esto no son “cuestiones bizantinas”, sino que tiene mucha actualidad, como trataré de explicar.
El primer concilio ecuménico, el de Nicea del 325 proclamó la fe en un solo Dios en tres personas y condenó la herejía de Arrio, que negaba la divinidad de Jesucristo, que él tenía por una criatura de Dios (“engendrado, no creado”, decimos en el credo).
El Concilio I de Constantinopla (381) reafirmó la condena de Nicea al arrianismo pero también el error opuesto, de Sabelio, que sostenía que Padre, Hijo y Espíritu Santo no son tres personas, sino tres aspectos o modalidades del único Dios. De estos dos primeros concilios procede el credo “nicenoconstantinopolitano” que decimos en la misa.
El Concilio de Éfeso del 431 tuvo por protagonista al patriarca de Alejandría, Cirilo, que proclamaba a María Madre de Dios (“theotókos” en griego, “Dei genitrix” en latín), y condenó al patriarca de Constantinopla Nestorio, que creía que María era solo madre de la humanidad de Jesucristo, y por lo tanto no era Madre de Dios.
Al reconocer a María como verdadera Madre de Dios, Éfeso afirmaba que en Jesucristo hay dos naturalezas pero una sola persona humano-divina, y María, al ser madre de la única persona de Jesucristo, es madre de Jesucristo hombre y Dios.
Eutiques, archimandrita (=superior) de un monasterio de Constantinopla, era ferviente seguidor de Cirilo de Alejandría, y por lo tanto de la doctrina de la “theotókos”, María Madre de Dios, pero se excedió en esta dirección y sostenía que, después de la unión de las dos naturalezas en la única persona de Jesucristo, la naturaleza humana había quedado absorbida por la divina y por lo tanto solo quedaba una naturaleza, la divina, y así Jesucristo no sería propiamente humano. Era el “monofisismo”, “mia physis”, una naturaleza. El sucesor de Cirilo en Alejandría, el patriarca Dióscuro, logró con sus intrigas que el emperador Teodosio II convocara otro sínodo, también en Éfeso, que aprobó su tesis. Por los procedimientos ilegítimos aquella asamblea no fue reconocida y se la conoce como “el latrocinio de Éfeso”.
El Concilio de Calcedonia (451) puso las cosas en su sitio. Fue el más participado (unos 600 obispos) y el mejor documentado. De occidente solo estuvieron los cinco legados pontificios, pero el papa san León el Grande exigió que se les confiriera la presidencia y envió un documento, el “tomus ad Flavianum”, que precisaba la recta doctrina, con la subsistencia de ambas naturalezas en un única persona.
En la actual Liturgia de las Horas se conservan, en la solemnidad de María, Madre de Dios, unas antífonas de estilo oriental de gran inspiración poética y a la vez profundidad teológica, que resumen la doctrina de los cuatro primeros concilios.
La del cántico de Zacarías, en las Laudes, dice: “Hoy se nos ha manifestado un gran misterio: en Cristo se han unido dos naturalezas, Dios se ha hecho hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división”. En latín: “non commixtionem passus neque divisionem”. “Sin mezcla”, contra los monofisitas; “sin división”, contra los nestorianos.
León XIII recordó la doctrina de su predecesor san León I en un delicado momento político del catolicismo español. Superando la práctica secular de “la unión del trono y el altar”, apoyó a la monarquía liberal de la Restauración y concertó con ella el concordato del 1851. Los católicos españoles se dividieron entonces entre los que querían mantener la “integridad” (y por eso se llamaron integristas) de la tradicional identificación de la religión con la monarquía absoluta y los que se abrían a la democracia constitucional y parlamentaria, y por eso los primeros los tachaban de “mestizos” o medio infieles. De esta división vinieron las tres guerras carlistas.
En 1882 León XIII trató de poner paz con su encíclica “Cum multa”, que sigue siendo actual. Condenó dos errores opuestos en el modo de entender la relación de la religión y la política: el de los que las separaban totalmente (liberales) y el de los que las confundían (integristas). Aplicando la doctrina de los cuatro primeros concilios, resumida en aquella antífona antes citada, decía que así como hay que evitar “el impío error” de querer gobernar una nación sin tener en cuenta a Dios, “así también hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y casi identifican la religión con algún partido político, hasta el punto de tener poco menos que por separados del catolicismo a los que pertenecen a otro partido”. León XIII fracasó entonces en España: cada bando sostuvo que la encíclica les daba la razón.
Terminaré con una aplicación de la doctrina de los cuatro grandes concilios a la vida cristiana de todos los tiempos; también al nuestro. Sin caer en ninguna de las herejías opuestas condenadas, los cristianos pueden adoptar estilos de piedad y de actividad que insistan más en la divinidad de Jesús o en su humanidad. Pueden ser más “espirituales” y dedicarse intensamente a la contemplación, o más “humanos” y trabajar más por las implicaciones temporales del evangelio, pero siempre han de mantener un mínimo esencial de la otra tendencia.
En la vida religiosa se habla de congregaciones de vida contemplativa y de vida activa, pero todas son algo mixtas. Un cartujo, dado a la contemplación, ha de tener un mínimo de caridad, hacia sus hermanos de comunidad y hacia los que se le acerquen; no puede despacharlos diciendo que le estorban en sus oraciones. Y un sacerdote o una religiosa entregados al servicio de los más desvalidos han de tener un mínimo de oración. Lo mismo un sacerdote de gran actividad pastoral: no podrá hablar “de” Dios” si no habla “con” Dios.
En el Vaticano II la minoría conservadora o inmovilista se aferraba a las verdades eternas y se oponía a las reformas (“monofisitas”), mientras la mayoría en la línea de Juan XXIII insistía en la necesidad de adaptarse a la mentalidad y los problemas de nuestro tiempo y se tradujo en le “opción preferencial por los pobres” (“nestorianos”). La asamblea del CELAM de Medellín del 1968, aplicando y ampliando la doctrina del Vaticano II, hizo pasar a la Iglesia de América Latina de la tendencia tradicional “monofisita” a la “nestoriana”. De ahí nació la teología de la liberación. Pero el padre de esta escuela, Gustavo Gutiérrez, en su libro emblemático “Teología de la liberación” (1972), insiste en la necesidad de la contemplación y la mística (dimensión divinizante o “monofisita”).
Finalmente, hablando siempre en sentido amplio de aquellas herejías, me atreveré preguntar si la Virgen María era “monofisita” o “nestoriana”. Ella tuvo un perfecto equilibrio, porque si con su total dedicación a su Hijo tendía a “monofisita”, en el cántico que resume su espiritualidad, el Magníficat, se declara esclava del Señor pero opta plenamente por los pobres.
Nuestra devoción mariana puede seguir una u otra tendencia. Una devoción mariana “monofisita” la espiritualiza tanto que casi hace de María un extraterrestre, un cromo, sin relación alguna con la Iglesia y el mundo (pienso en cierta imaginería y en algún medio de comunicación mariano). En cambio la devoción “nestoriana” extrema no insiste en su virginidad y aun la niega, y ve a María como la mujer fuerte, que comparte los problemas del pueblo; como una mujer palestina de Gaza.
Y tú: ¿te sientes “nestoriano” o “monofisita”?
A veces los que habían triunfado en un concilio se excedían en su interpretación y otro concilio tenía que dar un golpe de timón en sentido contrario. Esto no son “cuestiones bizantinas”, sino que tiene mucha actualidad, como trataré de explicar.
El primer concilio ecuménico, el de Nicea del 325 proclamó la fe en un solo Dios en tres personas y condenó la herejía de Arrio, que negaba la divinidad de Jesucristo, que él tenía por una criatura de Dios (“engendrado, no creado”, decimos en el credo).
El Concilio I de Constantinopla (381) reafirmó la condena de Nicea al arrianismo pero también el error opuesto, de Sabelio, que sostenía que Padre, Hijo y Espíritu Santo no son tres personas, sino tres aspectos o modalidades del único Dios. De estos dos primeros concilios procede el credo “nicenoconstantinopolitano” que decimos en la misa.
El Concilio de Éfeso del 431 tuvo por protagonista al patriarca de Alejandría, Cirilo, que proclamaba a María Madre de Dios (“theotókos” en griego, “Dei genitrix” en latín), y condenó al patriarca de Constantinopla Nestorio, que creía que María era solo madre de la humanidad de Jesucristo, y por lo tanto no era Madre de Dios.
Al reconocer a María como verdadera Madre de Dios, Éfeso afirmaba que en Jesucristo hay dos naturalezas pero una sola persona humano-divina, y María, al ser madre de la única persona de Jesucristo, es madre de Jesucristo hombre y Dios.
Eutiques, archimandrita (=superior) de un monasterio de Constantinopla, era ferviente seguidor de Cirilo de Alejandría, y por lo tanto de la doctrina de la “theotókos”, María Madre de Dios, pero se excedió en esta dirección y sostenía que, después de la unión de las dos naturalezas en la única persona de Jesucristo, la naturaleza humana había quedado absorbida por la divina y por lo tanto solo quedaba una naturaleza, la divina, y así Jesucristo no sería propiamente humano. Era el “monofisismo”, “mia physis”, una naturaleza. El sucesor de Cirilo en Alejandría, el patriarca Dióscuro, logró con sus intrigas que el emperador Teodosio II convocara otro sínodo, también en Éfeso, que aprobó su tesis. Por los procedimientos ilegítimos aquella asamblea no fue reconocida y se la conoce como “el latrocinio de Éfeso”.
El Concilio de Calcedonia (451) puso las cosas en su sitio. Fue el más participado (unos 600 obispos) y el mejor documentado. De occidente solo estuvieron los cinco legados pontificios, pero el papa san León el Grande exigió que se les confiriera la presidencia y envió un documento, el “tomus ad Flavianum”, que precisaba la recta doctrina, con la subsistencia de ambas naturalezas en un única persona.
En la actual Liturgia de las Horas se conservan, en la solemnidad de María, Madre de Dios, unas antífonas de estilo oriental de gran inspiración poética y a la vez profundidad teológica, que resumen la doctrina de los cuatro primeros concilios.
La del cántico de Zacarías, en las Laudes, dice: “Hoy se nos ha manifestado un gran misterio: en Cristo se han unido dos naturalezas, Dios se ha hecho hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división”. En latín: “non commixtionem passus neque divisionem”. “Sin mezcla”, contra los monofisitas; “sin división”, contra los nestorianos.
León XIII recordó la doctrina de su predecesor san León I en un delicado momento político del catolicismo español. Superando la práctica secular de “la unión del trono y el altar”, apoyó a la monarquía liberal de la Restauración y concertó con ella el concordato del 1851. Los católicos españoles se dividieron entonces entre los que querían mantener la “integridad” (y por eso se llamaron integristas) de la tradicional identificación de la religión con la monarquía absoluta y los que se abrían a la democracia constitucional y parlamentaria, y por eso los primeros los tachaban de “mestizos” o medio infieles. De esta división vinieron las tres guerras carlistas.
En 1882 León XIII trató de poner paz con su encíclica “Cum multa”, que sigue siendo actual. Condenó dos errores opuestos en el modo de entender la relación de la religión y la política: el de los que las separaban totalmente (liberales) y el de los que las confundían (integristas). Aplicando la doctrina de los cuatro primeros concilios, resumida en aquella antífona antes citada, decía que así como hay que evitar “el impío error” de querer gobernar una nación sin tener en cuenta a Dios, “así también hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y casi identifican la religión con algún partido político, hasta el punto de tener poco menos que por separados del catolicismo a los que pertenecen a otro partido”. León XIII fracasó entonces en España: cada bando sostuvo que la encíclica les daba la razón.
Terminaré con una aplicación de la doctrina de los cuatro grandes concilios a la vida cristiana de todos los tiempos; también al nuestro. Sin caer en ninguna de las herejías opuestas condenadas, los cristianos pueden adoptar estilos de piedad y de actividad que insistan más en la divinidad de Jesús o en su humanidad. Pueden ser más “espirituales” y dedicarse intensamente a la contemplación, o más “humanos” y trabajar más por las implicaciones temporales del evangelio, pero siempre han de mantener un mínimo esencial de la otra tendencia.
En la vida religiosa se habla de congregaciones de vida contemplativa y de vida activa, pero todas son algo mixtas. Un cartujo, dado a la contemplación, ha de tener un mínimo de caridad, hacia sus hermanos de comunidad y hacia los que se le acerquen; no puede despacharlos diciendo que le estorban en sus oraciones. Y un sacerdote o una religiosa entregados al servicio de los más desvalidos han de tener un mínimo de oración. Lo mismo un sacerdote de gran actividad pastoral: no podrá hablar “de” Dios” si no habla “con” Dios.
En el Vaticano II la minoría conservadora o inmovilista se aferraba a las verdades eternas y se oponía a las reformas (“monofisitas”), mientras la mayoría en la línea de Juan XXIII insistía en la necesidad de adaptarse a la mentalidad y los problemas de nuestro tiempo y se tradujo en le “opción preferencial por los pobres” (“nestorianos”). La asamblea del CELAM de Medellín del 1968, aplicando y ampliando la doctrina del Vaticano II, hizo pasar a la Iglesia de América Latina de la tendencia tradicional “monofisita” a la “nestoriana”. De ahí nació la teología de la liberación. Pero el padre de esta escuela, Gustavo Gutiérrez, en su libro emblemático “Teología de la liberación” (1972), insiste en la necesidad de la contemplación y la mística (dimensión divinizante o “monofisita”).
Finalmente, hablando siempre en sentido amplio de aquellas herejías, me atreveré preguntar si la Virgen María era “monofisita” o “nestoriana”. Ella tuvo un perfecto equilibrio, porque si con su total dedicación a su Hijo tendía a “monofisita”, en el cántico que resume su espiritualidad, el Magníficat, se declara esclava del Señor pero opta plenamente por los pobres.
Nuestra devoción mariana puede seguir una u otra tendencia. Una devoción mariana “monofisita” la espiritualiza tanto que casi hace de María un extraterrestre, un cromo, sin relación alguna con la Iglesia y el mundo (pienso en cierta imaginería y en algún medio de comunicación mariano). En cambio la devoción “nestoriana” extrema no insiste en su virginidad y aun la niega, y ve a María como la mujer fuerte, que comparte los problemas del pueblo; como una mujer palestina de Gaza.
Y tú: ¿te sientes “nestoriano” o “monofisita”?
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