Se llamaba César y era una lumbrera. Ya con tan solo seis añitos asombraba a todos por su memoria pues era capaz de aprender varias páginas enteras y repetirlas en público.
Se educó con los franciscanos y acabó pidiendo el ingreso en los capuchinos de Verona. El superior le advirtió que le iba a ser difícil aquella vida de trabajo y oración, a lo que respondió el joven “Con un crucifijo en mi habitación, lo puedo todo”.
Al hacer su profesión religiosa tomó el nombre de Lorenzo y pronto destacó como gran predicador, lo que le permitió realizar grandes servicios a la Iglesia y a toda Europa, pues sabía además griego, hebreo, alemán, bohemio, francés y español y llegó a conocer muy a fondo el texto de la Biblia.
En unos tiempos revueltos por la codicia de los turcos que pretendían dominar Europa, supo reconciliar entre sí a muchos gobernantes que no se podían tragar y ponerlos de acuerdo ante el enemigo común.
Murió en Lisboa después de entrevistarse con Felipe II al que había acudido para interceder por los napolitanos que sufrían las injusticias del duque de Osuna.
La Iglesia le celebra como San Lorenzo de Brindisi.
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