En la primera lectura de hoy, nos encontramos al final del libro del profeta Isaías. Ahí se nos habla de Jerusalén en la que sus habitantes van a encontrar alegría, consuelo, esperanza y sobre la que Dios va a mandar un río de paz. Este es un pasaje de gran consolación para todos nosotros. Jerusalén es para su gente "la madre que acaricia a sus hijos, que los consuela". La Iglesia también es nuestra madre donde podemos y debemos encontrar la salvación, pero no olvidemos que tanto en la Iglesia como en Jerusalén, el causante de todo ese bien, de todas esas bendiciones es Dios mismo, no nosotros.
¡Qué bueno si en nuestras iglesias, si en nuestras parroquias, supiéramos vivir disfrutando de esa paz verdadera que Cristo ofreció y dio a los apóstoles después de la Resurrección¡ Y que el profeta Isaías anunció: Yo voy a hacer correr hacia ella (Jerusalén/Iglesia), como un río, la paz.
En el Santo Evangelio de hoy seguimos a Jesús en su subida a Jerusalén. Si el domingo pasado vimos como instruía a sus discípulos acerca de las condiciones de su seguimiento, hoy nos habla de la paz. Cuando manda a los setenta y dos discípulos, les manda que saluden: "Paz en esta casa". Porque no hay otra alternativa, al anunciar el Reino de Dios hay que hacerlo desde la perspectiva de la paz, pues eso es lo que nos trae: paz.
Este es el segundo envío que hace Jesús. En el primero los doce apóstoles (representando el primer pueblo de Dios) predican a ese mismo pueblo. Ahora son setenta y dos, tal vez para indicar la universalidad del mensaje, pues como leemos en Gn.10, setenta era, según la enseñanza judía, el número de las naciones paganas. Jesús busca la salvación de todo el mundo, o sea, del mundo judío y del mundo pagano.
"Pidan, decía Jesús, al dueño de la cosecha que envíe obreros". Pedir o rogar es una actitud que, en sí misma, ya reconoce una necesidad. Hoy se nos pide que recemos por la nueva evangelización y por el aumento de las vocaciones (obreros y obreras), al sacerdocio y vida religiosa. Hoy, como entonces, no solamente los apóstoles (obispos y sus colaboradores inmediatos, los sacerdotes) son enviados a predicar "la buena nueva", sino también los seglares (los setenta y dos discípulos). Hoy, como entonces, el evangelizador debe entender que es enviado "como cordero entre lobos".
Hoy, como entonces, el evangelizador debe apoyarse en el poder de Dios y no tanto en su propio valor. Hoy, como entonces, el predicador evangélico se verá rechazado por los valores del mundo de nuestros días. Hoy, como entonces, los verdaderos discípulos podrán volver de su misión con la gran alegría de haber anunciado el evangelio, aunque a veces traigan en sus cuerpos las marcas de las heridas. Hoy, como ayer, los discípulos deben regocijarse de que "sus nombres están escritos en los cielos".
El discípulo que se precia como tal, debe sentirse orgulloso, al estilo de Pablo (2º lectura), de estar crucificado con Cristo. Por la cruz ha empezado una nueva creación y de la cruz proviene la paz y la misericordia de Dios.
Por el bautismo que hemos recibido tenemos una vocación, se nos ha confiado una misión: el Reino de Dios. No perdamos tiempo conversando con las distracciones que nos impiden anunciarlo a voz en grito.
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