jueves, 6 de diciembre de 2012

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO, C

Baruc 5,1-9
Salmo 125: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres
Filipenses 1,4-6.8-11
Lucas 3,1-6

Baruc 5,1-9

Jerusalén, quítate tu ropa de duelo y aflicción, y vístete para siempre el esplendor de la gloria que viene de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia que procede de Dios, pon en tu cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a todo lo que hay bajo el cielo. Pues tu nombre se llamará de parte de Dios para siempre: Paz de la Justicia y Gloria de la Piedad. Levántate, Jerusalén, sube a la altura, tiende tu vista hacia el Oriente y ve a tus hijos reunidos desde oriente a occidente, a la voz del Santo, alegres del recuerdo de Dios. Salieron de ti a pie, llevados por enemigos, pero Dios te los devuelve traídos gloria, como un trono real. Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios. Y hasta las selvas y todo árbol aromático darán sombra a Israel por orden de Dios. Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen de él.

Salmo 125,1-2ab.2cd-3.4-5.6: 
El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar;
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua entre cantares.
R. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres

Hasta los gentiles decían:
"El Señor ha estado grande con ellos".
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.
R. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres

Que el Señor cambie nuestra suerte
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lagrimas,
cosechan entre cantares.
R. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres

Al ir, iban llorando,
llevando la semilla,
al volver, vuelven cantando,
trayendo sus gavillas.
R. El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres

Filipenses 1,4-6.8-11 

Rogando siempre y en toda mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús. Pues testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento,  llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para la gloria y alabanza de Dios.

Lucas 3,1-6

En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios.

Comentario por Mons. Francisco González, SF,
Obispo Auxiliar de Washington, D.C.

El domingo pasado se hacía un gran énfasis en “la atención y vigilancia”. En este segundo domingo de Adviento encontramos una invitación a la esperanza. En la primera lectura encontramos el final del libro de Baruc. Lo que este autor nos ha dejado son cuatro páginas: una introducción de tipo histórico, un servicio penitencial, una exhortación a la sabiduría y una profecía llena de promesas de felicidad para un pueblo que había salido de su tierra a pie y encadenado y que ahora se le invita a “despojarse del vestido de luto y aflicción y a vestir las galas perpetuas de la gloria de Dios”. Ese Dios se ha comprometido a arreglar los caminos, allanándolos para que no se cansen y poniendo árboles para que los protejan contra el calor.

Cuando Dios invita, Él mismo provee de lo necesario para facilitar nuestra respuesta. Él es el Dios del amor que sufre el alejamiento de sus hijos/as.

En el evangelio vemos a Juan el profeta que predica la conversión. Este Juan está enmarcado en el tiempo y en la geografía. Se nos da una referencia al momento de la historia, al mismo tiempo que al lugar donde ejerció su ministerio. Su predicación es exigente, pide la conversión, el cambio. No pide que todo el mundo se vaya al desierto, sino que cada uno, allí donde esté, dé un cambio, vuelva al verdadero Dios.

Nos recuerda el oráculo de Isaías (Is. 40,3-5), que concuerda con la primera lectura: allanar, igualar. Igualar los caminos y “así todos verán la salvación de Dios”.

¿Qué debemos igualar en nuestra sociedad para que todos podamos participar de la salvación, del bienestar social, de gozar de la justicia y de disfrutar de la paz?

Igualar no es uniformar, no significa perder la propia identidad y convertirse en masa amorfa. “Igualar”, dice Jesús Peláez, es situarse en un nivel que haya para todos, y ésto no sólo en lo económico, sino en lo cultural, en tiempo, en derechos, recursos, esperanza de futuro. “Igualar” es acortar la distancia que existe entre ricos y pobres, entre gobernantes y gobernados, entre hombre y mujer; es acabar con la dominación de unos sobre otros. Solo se puede “igualar” desde una actitud de servicio incondicional, de poner de lado los privilegios que hacen que algunos/as sean más “iguales” que otros/as.

Cuando los profetas Isaías, Baruc y Juan el Bautista hablan de “allanar” los caminos, ¿estarán pensando en medios de comunicación entre ciudades y pueblos, o entre personas que el correr de los tiempos ha separado en categorías sociales? ¿Qué debo yo “allanar” en mis relaciones familiares, en el trabajo, en la parroquia, en el vecindario para hacer realidad esa salvación de Dios?

Tal vez no tengamos que ir muy lejos para encontrar una guía, una respuesta. San Pablo (2ª lectura) dice a los Filipenses que ora con alegría y pide que “esa comunidad de amor siga creciendo en sensibilidad… y así lleguen al día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús”.

"¡Oh Señor, Pastor de la casa de Israel…ven a rescatarnos por el poder de tu brazo…ven a enseñarnos el camino de la salvación…Hijo de David, estandarte de los pueblos y reyes, a quien clama el mundo entero, ven a libertarnos, Señor; no tardes ya”.

Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Todos los hombres verán la salvación de Dios.

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