sábado, 27 de agosto de 2011

Domingo 22 del Tiempo Ordinario A, por Mons. Francisco González, S.F.

Jeremias 20,7-9
Salmo 62
Romanos 12,1-2
Mateo 16, 12-27

Los dos últimos domingos la primera lectura nos la daba el profeta Isaías. Este domingo nos toca leer de otro gran profeta, Jeremías, el profeta incomprendido y perseguido. Leemos hoy una de las confesiones que hace el profeta y que nos da una muestra de lo que hay en su corazón, la confusión de sentimientos que bullen en su interior.

Reconoce en el Señor como a un gran y poderoso seductor, y que ha caído bajo su encantamiento, aunque todo ello le trae la risa y burla de parte del pueblo. Por eso hay una rebelión en su alma y quiere abandonar esa misión del Señor y dice que “ya no pensará más en él, no hablará más de él”.

Sin embargo, el profeta siente como un fuego dentro de sí mismo que no le permite callarse, pues el pueblo continúa buscando dioses a su medida, siguen buscando sus propios dioses, y eso no lo puede permitir el profeta, sigue predicando, a pesar de las consecuencias adversas para él, y lo hace porque Dios se lo pide, porque, como dice al principio de la lectura, se ha dejado seducir por el Señor.
Si al hablar de rechazo y burla nos referíamos al profeta Jeremías, aún más le sucederá a Jesús. El Divino Maestro lleva tiempo predicando, y no sólo predicando ha hecho cosas maravillosas como la multiplicación de panes y peces, sanación de la hija de la cananea, calma la tempestad, da vista a ciegos y el poder de oír a un mudo, incluso los enfermos que simplemente llegaban a rozar el manto de Jesús quedaban sanados. Todo lo cual hace que sus discípulos, y en particular sus inmediatos colaboradores, los apóstoles, se sientan eufóricos, están arropados por un Mesías poderoso, no hay duda de lo que ellos pueden esperar, como si no hubiera límites para su futuro, un futuro de gloria y poder.

Visto lo cual Jesús tiene que bajarlos de lo alto y hacer que pisen el suelo y les advierte que él debe ir a Jerusalén, la capital, el centro del poder religioso, civil y militar, pero no sube a la ciudad para sentarse en algún trono, sino que allí “tiene que sufrir mucho por causa de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas o maestros de la Ley. Estos llegarán a matarlo, pero el Padre lo resucitará."

Una vez más Pedro habla y habla en contra de lo que Jesús les informa que tiene que hacer. A Pedro y los demás se les cae el cielo encima, o tal vez se abre la tierra y se traga todas sus ilusiones de grandeza y poderío. No puede pensar en un Mesías que hace milagros y habla con tanta verdad, lo cuelguen de la cruz.

Jesús critica la actitud de Pedro. Ya lo hemos visto anteriormente, cuando Pedro se fija en el Señor puede caminar sobre las aguas, cuando se centra en sí mismo y mira al peligro es cuando se hunde. Ahora se decide pensar como los hombres y no mirar la voluntad de Dios, convirtiéndose en otro Satanás, en un impedimento para que Jesús cumpla con su misión.

También conviene anotar quienes son los enemigos de Jesús en Jerusalén. ¿Quiénes lo van a colgar? Los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley, o sea que los encargados de defender, interpretar y ser ejemplos de lo que Dios ha revelado, van a ejecutar al Hijo Único de ese mismo Dios.

¡Lo que son las cosas! Jesús añade, por si no se han dado por entendidos Pedro y compañeros: "El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que la pierda por mi causa la conservará”.

Cuanta razón tenía el Señor. De todos es conocido el mártir y arzobispo Romero. Sí, perdió su vida, mejor dicho, se la quitaron los encargados del orden y la justicia, pero como él había anunciado, que si moría se encarnaría en su pueblo, así ha sucedido.

Jesús, y sus seguidores, como dice Pagola, no suben a la cruz como derrotados, sino como portadores de esperanza.

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