Hechos 2,42-47
1 Pedro 1,3-9
Juan 20, 19-31
El domingo por la mañana han encontrado la tumba vacía. Inmediatamente después Jesús se aparece a María Magdalena que estaba desconsoladísima, y que tan afectada estaba por la muerte de su Señor y la desaparición de su cuerpo que ni lo reconoce. Una vez pasado ese primer momento y por encargo del mismo Jesús, María va en busca de los discípulos para anunciarles la buena nueva.
Sin embargo los discípulos estaban aterrorizados, en un lugar -el evangelio nos dice- “con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. Sólo al atardecer se les cambió la vida, el corazón les dio un vuelco, porque sin que alguien llamara y sin que nadie abriera la puerta Jesús se presentó en medio de ellos y como siempre tranquilizándoles con ese saludo tan precioso como es: “La paz esté con vosotros”, y que se los vuelve a repetir al tiempo que les enseña su identificación: les mostró las manos y el costado. Sí es el Resucitado, pero con los signos de su sufrimiento y del supremo sacrificio, que le llevó a la cruz, a la tumba pero también al triunfo.
Sabiendo que había resucitado y como testigos estaban Pedro, Juan y María Magdalena, el miedo les había paralizado. El miedo a la incertidumbre, a la cárcel, a la misma muerte les había hecho cerrar las puertas, puertas no solamente de la casa, sino también de su corazón. Preferían no tomar ningún riesgo. Fue la presencia del Señor que soplando sobre ellos les dio el Espíritu Santo, y así recibieron la nueva vida, como por el soplo divino comenzó la vida en un principio.
Tal vez nos cueste imaginarnos el miedo de los discípulos, después de tantas pruebas que tenían y anuncios que el Señor les había hecho. Este hecho tal vez nos pueda ayudar a un examen de conciencia, una revisión de nuestra vida en lo que se refiere a nuestro compromiso de fe y misión.
¿Cuáles son nuestros miedos? ¿Es posible que tengamos miedo a que no nos estimen, elogien, ensalcen, prefieran o consulten? ¿Nos preocupa el que nos humillen, desprecien, calumnien, olviden o ridiculicen? ¿Tememos que se prescinda de nosotros? Tal vez nos hemos encerrado para no ser retados, gritamos más que los otros para que nadie se atreva a preguntar, no compartimos para no tener que cambiar.
Cuando los discípulos se abrieron de veras al soplo del Espíritu, más bien al “viento huracanado y poderoso el día de Pentecostés, se les acabó el miedo, a pesar de que los peligros continuaban. Ya no había necesidad de cerraduras o cerrojos, las puertas tenían que estar abiertas, y lo mismo las ventanas, y especialmente el corazón para amar, la boca para proclamar y la mente para creer.
Y así esa primera comunidad cristiana, esa primitiva iglesia se fundamentaba y desarrollaba basada en cuatro pilares como nos recuerda la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles: “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en la fracción del pan y en la oración”. Basado en este querer aprender más, para así conocerse mejor y mejor conocer al Señor, y fortalecidos por la fracción del pan (fuente y cima de toda vida cristiana) y la oración (elevación del alma hacia Dios), eran capaces aquellos primeros seguidores de Jesús, de vender sus posesiones, tener todo en común, repartir todo de acuerdo a las necesidades de cada uno, acudir al templo y hacerlo todo con alegría y sencillez.
Esa forma de ser fue la mejor forma de proclamar la Palabra, de evangelizar. Al hablar de la Nueva Evangelización, suspirando por nuevos métodos y gran cantidad de entusiasmo, tal vez sería bueno para cada uno de los bautizados, echar una miradita a aquellos primeros discípulos del Señor, aquellos seguidores del Maestro, testigos del mismo donde estuvieran.
Pedro alaba a Dios, que por la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable.
1 Pedro 1,3-9
Juan 20, 19-31
El domingo por la mañana han encontrado la tumba vacía. Inmediatamente después Jesús se aparece a María Magdalena que estaba desconsoladísima, y que tan afectada estaba por la muerte de su Señor y la desaparición de su cuerpo que ni lo reconoce. Una vez pasado ese primer momento y por encargo del mismo Jesús, María va en busca de los discípulos para anunciarles la buena nueva.
Sin embargo los discípulos estaban aterrorizados, en un lugar -el evangelio nos dice- “con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. Sólo al atardecer se les cambió la vida, el corazón les dio un vuelco, porque sin que alguien llamara y sin que nadie abriera la puerta Jesús se presentó en medio de ellos y como siempre tranquilizándoles con ese saludo tan precioso como es: “La paz esté con vosotros”, y que se los vuelve a repetir al tiempo que les enseña su identificación: les mostró las manos y el costado. Sí es el Resucitado, pero con los signos de su sufrimiento y del supremo sacrificio, que le llevó a la cruz, a la tumba pero también al triunfo.
Sabiendo que había resucitado y como testigos estaban Pedro, Juan y María Magdalena, el miedo les había paralizado. El miedo a la incertidumbre, a la cárcel, a la misma muerte les había hecho cerrar las puertas, puertas no solamente de la casa, sino también de su corazón. Preferían no tomar ningún riesgo. Fue la presencia del Señor que soplando sobre ellos les dio el Espíritu Santo, y así recibieron la nueva vida, como por el soplo divino comenzó la vida en un principio.
Tal vez nos cueste imaginarnos el miedo de los discípulos, después de tantas pruebas que tenían y anuncios que el Señor les había hecho. Este hecho tal vez nos pueda ayudar a un examen de conciencia, una revisión de nuestra vida en lo que se refiere a nuestro compromiso de fe y misión.
¿Cuáles son nuestros miedos? ¿Es posible que tengamos miedo a que no nos estimen, elogien, ensalcen, prefieran o consulten? ¿Nos preocupa el que nos humillen, desprecien, calumnien, olviden o ridiculicen? ¿Tememos que se prescinda de nosotros? Tal vez nos hemos encerrado para no ser retados, gritamos más que los otros para que nadie se atreva a preguntar, no compartimos para no tener que cambiar.
Cuando los discípulos se abrieron de veras al soplo del Espíritu, más bien al “viento huracanado y poderoso el día de Pentecostés, se les acabó el miedo, a pesar de que los peligros continuaban. Ya no había necesidad de cerraduras o cerrojos, las puertas tenían que estar abiertas, y lo mismo las ventanas, y especialmente el corazón para amar, la boca para proclamar y la mente para creer.
Y así esa primera comunidad cristiana, esa primitiva iglesia se fundamentaba y desarrollaba basada en cuatro pilares como nos recuerda la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles: “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en la fracción del pan y en la oración”. Basado en este querer aprender más, para así conocerse mejor y mejor conocer al Señor, y fortalecidos por la fracción del pan (fuente y cima de toda vida cristiana) y la oración (elevación del alma hacia Dios), eran capaces aquellos primeros seguidores de Jesús, de vender sus posesiones, tener todo en común, repartir todo de acuerdo a las necesidades de cada uno, acudir al templo y hacerlo todo con alegría y sencillez.
Esa forma de ser fue la mejor forma de proclamar la Palabra, de evangelizar. Al hablar de la Nueva Evangelización, suspirando por nuevos métodos y gran cantidad de entusiasmo, tal vez sería bueno para cada uno de los bautizados, echar una miradita a aquellos primeros discípulos del Señor, aquellos seguidores del Maestro, testigos del mismo donde estuvieran.
Pedro alaba a Dios, que por la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable.
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