Los viajeros que bajaban desde Mesopotamia y Siria, tras costear el mar de Genesaret, la atravesaban hacia el oeste, para llegar al Mediterráneo y continuar hasta Egipto. Los que partían del sur, desde Hebrón, siguiendo la vía que pasa por Belén, Jerusalén y Samaría, la cruzaban hacia el norte cerca de Nazaret. Testigo de su marcha, solitario en medio de la planicie, se erguía el monte Tabor.
Si formara parte de una cordillera, con sus 558 metros sobre el nivel del mar apenas llamaría la atención. Sin embargo, por su aislamiento y forma cónica —que sugiere la de un volcán aunque su origen sea calcáreo—, y por elevarse más de 300 metros sobre el terreno circundante, parece de una altura imponente. Destaca la notable vegetación de sus laderas, cubiertas siempre de encinas, lentiscos y plantas montaraces, y en primavera, de lirios y azucenas.
Desde su cumbre, una ancha meseta donde además abundan los cipreses, se divisa un hermoso panorama. Estas características convirtieron al Tabor en escenario para los cultos de los pueblos cananeos, que veneraban a los ídolos en las cimas; pero también para las fortificaciones militares, como atalaya sobre la región: de lo uno y de lo otro hubo en ese lugar, donde las huellas de la presencia humana se remontan a hace setenta mil años.
Imagen literaria
Según los relatos del Antiguo Testamento, fue en las inmediaciones del Tabor donde Débora reunió en secreto a diez mil israelitas al mando de Barac, que pusieron en fuga al ejército de Sísara (Cfr. Jc 4,4-24); allí mataron los madianitas y amalecitas a los hermanos de Gedeón (Cfr. Jc 8,18-19); y una vez conquistada la tierra prometida, el monte delimitó las fronteras entre las tribus de Zabulón, Isacar y Neftalí (Cfr. Jos 19,10-34), que lo tenían por sagrado y ofrecían sacrificios en su cumbre (Cfr. Dt 33,19).
El profeta Oseas fustigó ese culto porque, sin duda, en su tiempo no era solo cismático, sino también idolátrico (Cfr. Os 5,1). Finalmente, encontramos una prueba de la fama del Tabor en su uso como imagen literaria: el salmista lo une al Hermón para simbolizar en los dos todos los montes de la tierra (Cfr. Sal 89,13); y Jeremías lo compara con el descollar de Nabucodonosor sobre sus enemigos (Cfr. Jr 46,18).
Aunque en el Nuevo Testamento no aparece citado por su nombre, la tradición enseguida identificó el Tabor con el lugar de la transfiguración del Señor: se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante. En esto, dos hombres comenzaron a hablar con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén.
Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban a su lado. Cuando estos se apartaron de él, le dijo Pedro a Jesús: —Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías —pero no sabía lo que decía (Lc 9, 28-33; Mt 17, 1-4; Mc 9, 2-5).
La exploración arqueológica en el Tabor ha puesto de manifiesto la existencia de un santuario en el siglo IV o V —que algunos testimonios antiguos atribuyen a santa Elena—, construido sobre los vestigios de un lugar de culto cananeo. Más adelante, las narraciones de algunos peregrinos de los siglos VI y VII se refieren a tres basílicas, en recuerdo de las tres tiendas mencionadas por san Pedro, y a la presencia de un gran número de monjes.
De hecho, se ha encontrado un pavimento en mosaico de esa época, y consta que el Concilio V de Constantinopla, en 553, erigió un obispado en el Tabor. Durante la dominación musulmana, aquella vida eremítica fue decayendo, y en el año 808 se encargaban de las iglesias dieciocho religiosos con el obispo Teófanes.
Aunque en el Nuevo Testamento no aparece citado por su nombre, la tradición enseguida identificó el Tabor con el lugar de la transfiguración del Señor
A partir del año 1101, y mientras duró el reino latino de Jerusalén, se estableció una comunidad de benedictinos en el Tabor. Restauraron el santuario y levantaron un gran monasterio, protegido por una muralla fortificada. Esta no fue suficiente para resistir los ataques sarracenos, que conquistaron la abadía y, entre 1211 y 1212, la convirtieron en un bastión de defensa. Aunque se permitió a los cristianos volver a tomar posesión del lugar algo después, la basílica fue de nuevo destruida en 1263 por las tropas del sultán Bibars.
Abandonado hasta el siglo XVII
El monte quedó abandonado hasta la llegada de los franciscanos, en 1631. Desde entonces, consiguieron mantener la propiedad no sin dificultades; estudiaron y consolidaron las ruinas existentes, pero aún debieron pasar tres siglos para que fuese construida una nueva basílica: la actual, terminada en 1924.
La basílica se terminó en 1924. Su arquitectura se inspira en las iglesias de la Alta Siria, tanto en la fachada como en el interior.
Hoy en día, los peregrinos suben al Tabor por una carretera sinuosa, trazada a principios del siglo XX para facilitar el abastecimiento de materiales durante la construcción del santuario. La llegada a la cima está marcada por la puerta del Viento —en árabe, Bab el-Hawa—, un resto de la fortaleza musulmana del siglo XIII, cuyos muros rodeaban toda la planicie de la cumbre. En el lado norte de esta extensión, se encuentra la zona greco-ortodoxa; y en el lado sur, la católica, a cargo de la Custodia de Tierra Santa.
Desde la puerta del Viento, una larga avenida flanqueada de cipreses conduce hasta la basílica de la Transfiguración y el convento franciscano. Delante de la iglesia, pueden verse las ruinas del monasterio benedictino del siglo XII, aunque también hay vestigios de la fortaleza sarracena. De hecho, esta se edificó aprovechando los cimientos de la basílica cruzada, los mismos sobre los que se apoya el santuario actual, de tres naves, que ocupa el plano del precedente.
La fachada, con el gran arco entre las dos torres y los frontones triangulares de las cubiertas, transmite al mismo tiempo bienvenida e invitación a elevar el alma. Al atravesar las puertas de bronce, esta sensación se multiplica: la nave central, separada de las laterales por grandes arcos de medio punto, se convierte en una escalera tallada en la roca que desciende hasta la cripta; y encima, muy elevado, destaca el presbiterio, que tiene detrás un ábside en el que está representada la escena de la Transfiguración sobre un fondo completamente dorado.
La evocación del misterio queda subrayada por una particular luminosidad, conseguida gracias a los ventanales abiertos en la fachada, los muros de la nave central y el ábside de la cripta.
El proyecto de la basílica respetó, incluyéndolos, algunos vestigios de las iglesias anteriores: junto a la puerta, las dos torres se construyeron encima de unas capillas con ábsides medievales, hoy dedicadas al recuerdo de Moisés y de Elías; y en la cripta, aunque la bóveda primitiva cruzada fue cubierta por un mosaico, el altar es el mismo y también quedan a la vista restos de mampostería en los muros.
Además, recientemente se excavó una pequeña gruta al norte del santuario, debajo del lugar identificado como el refectorio del monasterio medieval: las paredes contenían inscripciones en griego y algunos monogramas con cruces, rastros quizá del cementerio de los monjes bizantinos que habitaron la montaña.
Jesús fortalece la fe de los Apóstoles
En la transfiguración, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la reciente confesión de Pedro —tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16,16. Cfr. Mc 8,29; y Lc 9,20)-, y, de este modo, también fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la Pasión (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 555 y 568), que ya ha empezado a anunciarles (Cfr. Mt 16,21; Mc 8,31; y Lc 9,22).
La presencia de Moisés y Elías es bien elocuente: ellos «habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 555). Además, los evangelistas narran que, cuando todavía Pedro estaba proponiendo hacer tres tiendas, una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo:
—Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle (Mt 17,5. Cfr. Mc 9,7; y Lc 9,34-35)
Glosando este pasaje, algunos Padres de la Iglesia subrayan la diferencia entre los representantes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y Cristo: «ellos son siervos, Este es mi Hijo (…). A ellos los quiero, pero Este es mi Amado: por tanto, escuchadle (…). Moisés y Elías hablan de Cristo, pero son siervos como vosotros: Este es el Señor, escuchadle» (San Jerónimo, Comentario al Evangelio de san Marcos, 6).
Para Benedicto XVI, el sentido más profundo de la transfiguración «queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: “Escuchadlo”» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 368).
Autor: Miguel Gil
Si formara parte de una cordillera, con sus 558 metros sobre el nivel del mar apenas llamaría la atención. Sin embargo, por su aislamiento y forma cónica —que sugiere la de un volcán aunque su origen sea calcáreo—, y por elevarse más de 300 metros sobre el terreno circundante, parece de una altura imponente. Destaca la notable vegetación de sus laderas, cubiertas siempre de encinas, lentiscos y plantas montaraces, y en primavera, de lirios y azucenas.
Desde su cumbre, una ancha meseta donde además abundan los cipreses, se divisa un hermoso panorama. Estas características convirtieron al Tabor en escenario para los cultos de los pueblos cananeos, que veneraban a los ídolos en las cimas; pero también para las fortificaciones militares, como atalaya sobre la región: de lo uno y de lo otro hubo en ese lugar, donde las huellas de la presencia humana se remontan a hace setenta mil años.
Imagen literaria
Según los relatos del Antiguo Testamento, fue en las inmediaciones del Tabor donde Débora reunió en secreto a diez mil israelitas al mando de Barac, que pusieron en fuga al ejército de Sísara (Cfr. Jc 4,4-24); allí mataron los madianitas y amalecitas a los hermanos de Gedeón (Cfr. Jc 8,18-19); y una vez conquistada la tierra prometida, el monte delimitó las fronteras entre las tribus de Zabulón, Isacar y Neftalí (Cfr. Jos 19,10-34), que lo tenían por sagrado y ofrecían sacrificios en su cumbre (Cfr. Dt 33,19).
El profeta Oseas fustigó ese culto porque, sin duda, en su tiempo no era solo cismático, sino también idolátrico (Cfr. Os 5,1). Finalmente, encontramos una prueba de la fama del Tabor en su uso como imagen literaria: el salmista lo une al Hermón para simbolizar en los dos todos los montes de la tierra (Cfr. Sal 89,13); y Jeremías lo compara con el descollar de Nabucodonosor sobre sus enemigos (Cfr. Jr 46,18).
Aunque en el Nuevo Testamento no aparece citado por su nombre, la tradición enseguida identificó el Tabor con el lugar de la transfiguración del Señor: se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante. En esto, dos hombres comenzaron a hablar con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén.
La exploración arqueológica en el Tabor ha puesto de manifiesto la existencia de un santuario en el siglo IV o V —que algunos testimonios antiguos atribuyen a santa Elena—, construido sobre los vestigios de un lugar de culto cananeo. Más adelante, las narraciones de algunos peregrinos de los siglos VI y VII se refieren a tres basílicas, en recuerdo de las tres tiendas mencionadas por san Pedro, y a la presencia de un gran número de monjes.
De hecho, se ha encontrado un pavimento en mosaico de esa época, y consta que el Concilio V de Constantinopla, en 553, erigió un obispado en el Tabor. Durante la dominación musulmana, aquella vida eremítica fue decayendo, y en el año 808 se encargaban de las iglesias dieciocho religiosos con el obispo Teófanes.
Aunque en el Nuevo Testamento no aparece citado por su nombre, la tradición enseguida identificó el Tabor con el lugar de la transfiguración del Señor
A partir del año 1101, y mientras duró el reino latino de Jerusalén, se estableció una comunidad de benedictinos en el Tabor. Restauraron el santuario y levantaron un gran monasterio, protegido por una muralla fortificada. Esta no fue suficiente para resistir los ataques sarracenos, que conquistaron la abadía y, entre 1211 y 1212, la convirtieron en un bastión de defensa. Aunque se permitió a los cristianos volver a tomar posesión del lugar algo después, la basílica fue de nuevo destruida en 1263 por las tropas del sultán Bibars.
Abandonado hasta el siglo XVII
El monte quedó abandonado hasta la llegada de los franciscanos, en 1631. Desde entonces, consiguieron mantener la propiedad no sin dificultades; estudiaron y consolidaron las ruinas existentes, pero aún debieron pasar tres siglos para que fuese construida una nueva basílica: la actual, terminada en 1924.
La basílica se terminó en 1924. Su arquitectura se inspira en las iglesias de la Alta Siria, tanto en la fachada como en el interior.
Desde la puerta del Viento, una larga avenida flanqueada de cipreses conduce hasta la basílica de la Transfiguración y el convento franciscano. Delante de la iglesia, pueden verse las ruinas del monasterio benedictino del siglo XII, aunque también hay vestigios de la fortaleza sarracena. De hecho, esta se edificó aprovechando los cimientos de la basílica cruzada, los mismos sobre los que se apoya el santuario actual, de tres naves, que ocupa el plano del precedente.
La fachada, con el gran arco entre las dos torres y los frontones triangulares de las cubiertas, transmite al mismo tiempo bienvenida e invitación a elevar el alma. Al atravesar las puertas de bronce, esta sensación se multiplica: la nave central, separada de las laterales por grandes arcos de medio punto, se convierte en una escalera tallada en la roca que desciende hasta la cripta; y encima, muy elevado, destaca el presbiterio, que tiene detrás un ábside en el que está representada la escena de la Transfiguración sobre un fondo completamente dorado.
La evocación del misterio queda subrayada por una particular luminosidad, conseguida gracias a los ventanales abiertos en la fachada, los muros de la nave central y el ábside de la cripta.
El proyecto de la basílica respetó, incluyéndolos, algunos vestigios de las iglesias anteriores: junto a la puerta, las dos torres se construyeron encima de unas capillas con ábsides medievales, hoy dedicadas al recuerdo de Moisés y de Elías; y en la cripta, aunque la bóveda primitiva cruzada fue cubierta por un mosaico, el altar es el mismo y también quedan a la vista restos de mampostería en los muros.
Además, recientemente se excavó una pequeña gruta al norte del santuario, debajo del lugar identificado como el refectorio del monasterio medieval: las paredes contenían inscripciones en griego y algunos monogramas con cruces, rastros quizá del cementerio de los monjes bizantinos que habitaron la montaña.
Jesús fortalece la fe de los Apóstoles
En la transfiguración, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la reciente confesión de Pedro —tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16,16. Cfr. Mc 8,29; y Lc 9,20)-, y, de este modo, también fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la Pasión (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 555 y 568), que ya ha empezado a anunciarles (Cfr. Mt 16,21; Mc 8,31; y Lc 9,22).
La presencia de Moisés y Elías es bien elocuente: ellos «habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 555). Además, los evangelistas narran que, cuando todavía Pedro estaba proponiendo hacer tres tiendas, una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo:
—Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle (Mt 17,5. Cfr. Mc 9,7; y Lc 9,34-35)
Glosando este pasaje, algunos Padres de la Iglesia subrayan la diferencia entre los representantes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y Cristo: «ellos son siervos, Este es mi Hijo (…). A ellos los quiero, pero Este es mi Amado: por tanto, escuchadle (…). Moisés y Elías hablan de Cristo, pero son siervos como vosotros: Este es el Señor, escuchadle» (San Jerónimo, Comentario al Evangelio de san Marcos, 6).
Para Benedicto XVI, el sentido más profundo de la transfiguración «queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: “Escuchadlo”» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 368).
Autor: Miguel Gil
No hay comentarios:
Publicar un comentario