Jesús es condenado por el Sanhedrín por el delito de blasfemia, y no cualquier blasfemia, sino la peor que podría escuchar el oído de un judío. Con toda claridad lo expresa el Evangelio:
“El Sumo Sacerdote le dijo: «Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.» Dícele Jesús: «Tú lo has dicho. Pero os digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo.». Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos y dijo: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?» Respondieron ellos diciendo: «Es reo de muerte.»” (Mt. 26,63-66, similar en Mc 14,63-64, una versión algo diferente en Jn 10,36).
El derecho judío es taxativo sobre el delito de blasfemia. La pena que le corresponde la recoge el Levítico:
“Cualquier hombre que maldiga a su Dios, cargará con su pecado. Quien blasfeme el Nombre de Yahvé, será muerto; toda la comunidad lo apedreará.” (Lv 24,15)
Es decir, lapidación. Una pena que dicta el mismo Dios en persona:
“Había entre los israelitas uno que era hijo de una mujer israelita, pero su padre era egipcio. El hijo de la israelita y un hombre de Israel riñeron en el campo, y el hijo de la israelita blasfemó y maldijo el Nombre. Y fue llevado ante Moisés. Su madre se llamaba Selomit, hija de Dibrí, de la tribu de Dan. Lo tuvieron detenido hasta que se decidiera el caso por sentencia de Yahvé. Entonces Yahvé le dijo a Moisés: «Saca al blasfemo fuera del campamento; todos los que lo oyeron pondrán las manos sobre su cabeza, y toda la comunidad lo apedreará. Y dirás a los israelitas: Cualquier hombre que maldiga a su Dios, cargará con su pecado. Quien blasfeme el Nombre de Yahvé, será muerto; toda la comunidad lo apedreará. Sea forastero o nativo, si blasfema el Nombre, morirá”. (Lv 24,10-16).
Siendo así todo esto, la pregunta que hoy nos formulamos es: ¿por qué entonces Jesús fue crucificado y no lapidado? De hecho, el propio Evangelio recoge hasta tres ocasiones en que Jesús está a punto de ser lapidado aunque finalmente se salve. Sin embargo, a la hora de la verdad, no es lapidado sino crucificado.
Pues bien, eso se debe única y exclusivamente al hecho de que el procurador de Judea, Poncio Pilatos, se halla en Jerusalén. De no haber sido así, Jesús habría sido lapidado, -con toda probabilidad sin que ni siquiera hubiera sido necesario ni reunir el Sanhedrín-, y no crucificado.
Al respecto, no se debe olvidar que la sede de la procuraduría romana de Judea no es, por sorprendente que pueda parecer, la capital Jerusalén, sino una pequeña ciudad costera por nombre Cesarea Marítima. Es por tanto en Cesarea Marítima donde reside Poncio Pilatos. Y la pregunta es: ¿y por qué se halla Poncio Pilatos en Jerusalén?
Porque la fiesta de la Pascua es una fiesta de alto riesgo, en la que los ardores patrióticos hebreos alcanzan su máxima expresión y los problemas de orden público pueden pasar a ser algo más que preocupantes. Poncio Pilatos lo sabe y por eso acude con la escolta militar a Jerusalén. De hecho, es muy probable que estuviera informado de la presencia en la ciudad de un profeta itinerante que ya la ha visitado en otras ocasiones, nunca sin que se registren eventos importantes, y hasta de que en el Templo han ocurrido sucesos de gravedad que le han tenido por protagonista.
También es posible que se hubieran registrado incidentes de otro tipo: no en balde, el mismo evangelio registra la presencia en los calabozos jerosolimitanos de tres importantes bandidos: dos que acompañarán a Jesús al patíbulo, y un tercero (Barrabás) que se salva por una circunstancia excepcional que para él resultará además, providencial.
Las autoridades judías han conseguido prender al Nazareno. Pero no le pueden ejecutar como acostumbran a hacer o como hace unos meses, iban a dárselo a una mujer por lo que al fin y al cabo, no era sino un delito menor al lado del de blasfemia, el de adulterio (Jn 8,1-9). Pero ahora, proceder de esa manera es imposible.
Jerusalén está tomada por la autoridad romana. Se encuentra en ella nada menos que el procurador romano con una cohorte de los mejores soldados del mundo. Y hace ya tiempo que, aunque ellos hagan caso omiso en cuantas ocasiones pueden, la autoridad romana le vetó el “ius glaudii”, es decir, el derecho de aplicar la condena a muerte. Hay que proceder, pues, de otra manera. Y corre prisa: el Nazareno es popular, tiene sus seguidores, y si no se da carpetazo rápido, la situación se puede poner muy fea en la ciudad santa de los judíos.
Así que deciden los judíos llevar a cabo una instrucción muy rigurosa y ajustada a derecho, para así llevar a un delincuente convicto y confeso ante la autoridad romana y que ésta proceda a la ejecución de la sentencia: aunque esa sentencia no sea la que marca la ley judía, la lapidación, sino la práctica romana, la crucifixión, a la que tan habituados estaban los habitantes de la Ciudad Santa.
Y por eso se presentan ante Pilatos, levantándole incluso de la cama, para que de manera sumaria, urgente incluso, -se acerca además la Pascua y la cuestión ha de estar dilucidada antes de que ésta se produzca- le dé carpetazo.
“El Sumo Sacerdote le dijo: «Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.» Dícele Jesús: «Tú lo has dicho. Pero os digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo.». Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos y dijo: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?» Respondieron ellos diciendo: «Es reo de muerte.»” (Mt. 26,63-66, similar en Mc 14,63-64, una versión algo diferente en Jn 10,36).
El derecho judío es taxativo sobre el delito de blasfemia. La pena que le corresponde la recoge el Levítico:
“Cualquier hombre que maldiga a su Dios, cargará con su pecado. Quien blasfeme el Nombre de Yahvé, será muerto; toda la comunidad lo apedreará.” (Lv 24,15)
Es decir, lapidación. Una pena que dicta el mismo Dios en persona:
“Había entre los israelitas uno que era hijo de una mujer israelita, pero su padre era egipcio. El hijo de la israelita y un hombre de Israel riñeron en el campo, y el hijo de la israelita blasfemó y maldijo el Nombre. Y fue llevado ante Moisés. Su madre se llamaba Selomit, hija de Dibrí, de la tribu de Dan. Lo tuvieron detenido hasta que se decidiera el caso por sentencia de Yahvé. Entonces Yahvé le dijo a Moisés: «Saca al blasfemo fuera del campamento; todos los que lo oyeron pondrán las manos sobre su cabeza, y toda la comunidad lo apedreará. Y dirás a los israelitas: Cualquier hombre que maldiga a su Dios, cargará con su pecado. Quien blasfeme el Nombre de Yahvé, será muerto; toda la comunidad lo apedreará. Sea forastero o nativo, si blasfema el Nombre, morirá”. (Lv 24,10-16).
Siendo así todo esto, la pregunta que hoy nos formulamos es: ¿por qué entonces Jesús fue crucificado y no lapidado? De hecho, el propio Evangelio recoge hasta tres ocasiones en que Jesús está a punto de ser lapidado aunque finalmente se salve. Sin embargo, a la hora de la verdad, no es lapidado sino crucificado.
Pues bien, eso se debe única y exclusivamente al hecho de que el procurador de Judea, Poncio Pilatos, se halla en Jerusalén. De no haber sido así, Jesús habría sido lapidado, -con toda probabilidad sin que ni siquiera hubiera sido necesario ni reunir el Sanhedrín-, y no crucificado.
Al respecto, no se debe olvidar que la sede de la procuraduría romana de Judea no es, por sorprendente que pueda parecer, la capital Jerusalén, sino una pequeña ciudad costera por nombre Cesarea Marítima. Es por tanto en Cesarea Marítima donde reside Poncio Pilatos. Y la pregunta es: ¿y por qué se halla Poncio Pilatos en Jerusalén?
Porque la fiesta de la Pascua es una fiesta de alto riesgo, en la que los ardores patrióticos hebreos alcanzan su máxima expresión y los problemas de orden público pueden pasar a ser algo más que preocupantes. Poncio Pilatos lo sabe y por eso acude con la escolta militar a Jerusalén. De hecho, es muy probable que estuviera informado de la presencia en la ciudad de un profeta itinerante que ya la ha visitado en otras ocasiones, nunca sin que se registren eventos importantes, y hasta de que en el Templo han ocurrido sucesos de gravedad que le han tenido por protagonista.
También es posible que se hubieran registrado incidentes de otro tipo: no en balde, el mismo evangelio registra la presencia en los calabozos jerosolimitanos de tres importantes bandidos: dos que acompañarán a Jesús al patíbulo, y un tercero (Barrabás) que se salva por una circunstancia excepcional que para él resultará además, providencial.
Las autoridades judías han conseguido prender al Nazareno. Pero no le pueden ejecutar como acostumbran a hacer o como hace unos meses, iban a dárselo a una mujer por lo que al fin y al cabo, no era sino un delito menor al lado del de blasfemia, el de adulterio (Jn 8,1-9). Pero ahora, proceder de esa manera es imposible.
Jerusalén está tomada por la autoridad romana. Se encuentra en ella nada menos que el procurador romano con una cohorte de los mejores soldados del mundo. Y hace ya tiempo que, aunque ellos hagan caso omiso en cuantas ocasiones pueden, la autoridad romana le vetó el “ius glaudii”, es decir, el derecho de aplicar la condena a muerte. Hay que proceder, pues, de otra manera. Y corre prisa: el Nazareno es popular, tiene sus seguidores, y si no se da carpetazo rápido, la situación se puede poner muy fea en la ciudad santa de los judíos.
Así que deciden los judíos llevar a cabo una instrucción muy rigurosa y ajustada a derecho, para así llevar a un delincuente convicto y confeso ante la autoridad romana y que ésta proceda a la ejecución de la sentencia: aunque esa sentencia no sea la que marca la ley judía, la lapidación, sino la práctica romana, la crucifixión, a la que tan habituados estaban los habitantes de la Ciudad Santa.
Y por eso se presentan ante Pilatos, levantándole incluso de la cama, para que de manera sumaria, urgente incluso, -se acerca además la Pascua y la cuestión ha de estar dilucidada antes de que ésta se produzca- le dé carpetazo.
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