En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando estaba cerca de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo:
– No llores.
Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo:
– ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo:
– Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera”
Comentario por M. Dolors Gaja, M.N.
Acabamos de celebrar la fiesta del Corazón de Jesús. Un corazón herido de amor, un corazón que se dejó dañar por el dolor ajeno, que supo sufrir con el dolor del otro; un corazón que fue moldeado, no lo olvidemos, por José y María. Este sábado celebramos también el Corazón inmaculado de María (por lo visto a nadie se le ocurre pensar en el corazón de José…)
Corazón, sede de sentimientos, de afecto. Dios no vino a salvarnos de un mal más o menos teórico. Vino a “cambiar nuestro corazón de piedra por un corazón de carne”. Eso es estar salvado: tener un corazón de carne. Como el de Jesús.
Veamos a ese Corazón sagrado en sus acciones:
El encuentro entre la procesión de la muerte, que sale de la ciudad, y la procesión de la vida, que entra en ella. Jesús va con alguna intención a Naín. Pero las intenciones de Jesús, sus planes, siempre quedan trastocados por la vida.
Primera lección: estar atentos a la vida. Y dar respuesta. Al dolor de la madre por la muerte de su hijo se suma el desamparo en que ésta queda. Las mujeres que no tenían un varón que las atendiera – esposo o hijo, también padre – quedaban expuestas a la mendicidad y a todo tipo de sufrimiento. Jesús se encuentra por tanto con una situación de profundo dolor y profundo desamparo.
Y se conmueve. Y su com-pasión lo pone en movimiento. Primero mira. Ve a la mujer en su totalidad. Y le ruega: “No llores”. Al hombre Jesús no le gusta ver llorar una mujer, parece desestabilizarlo. También a María Magdalena le dirá ¿Por qué lloras?
Fijémonos en las acciones de Jesús: mirar, hablar, acercarse, tocar. Son, en realidad, un buen programa pastoral: miremos la persona, esa que tenemos al lado, esa que han puesto a nuestro cargo; hablémosle, individualicemosla, hagámosle sentir que la hemos visto. Y acerquémonos. Acercarse en totalidad, no un poquito. Eso implica tocar.
La compasión de los santos ha hecho que tocaran leprosos, que cogieran en brazos moribundos, que acunaran bebés abandonados, que abrieran los brazos para consolar. La cercanía humana nos hace tocar. Y Dios se ha dejado tocar (y hasta comer) para que aprendamos también a tocar.
La palabra de Jesús a la mujer es suave, implorante, llena de ternura. Es una mujer rota. La palabra de Jesús al joven es enérgica, imperativa, vigorosa. Un corazón compasivo es aquel que encuentra siempre el “tono” que el otro precisa.
El muchacho difunto estaba, obviamente, tendido sobre el féretro. Para vivir hay que levantarse. Levantarse cada día de aquello que nos mata, de aquello que nos quita libertad, de aquello que nos aleja de quien nos ha dado vida.
Y Jesús lo entrega a su madre. ¡Quién vería el abrazo del joven y la madre viuda! ¿Sería así el abrazo de Jesús resucitado y María? Quizá Dios Padre no quiso ser superado en compasión por su Hijo y también Él se acercó a la tumba de Jesús y le ordenó:¡levántate! para entregarlo, aunque brevemente, a María.
La conclusión de la gente, maravillada, es fundamental: Dios ha visitado a su pueblo. Porque Dios sólo puede tener gestos de compasión, de misericordia. Pero no olvidemos que lo visita en la persona de su Hijo. Igual que ahora el mundo debe ser visitado por Dios…a través de nuestras obras, de nuestro corazón compasivo.
Somos portadores de Vida. Vayamos a iluminar los espacios de muerte.
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