Lucas 9:18-24
12 Domingo del tiempo ordinario, año C
Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.» Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.» Y, dirigiéndose a todos, dijo: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.
Del relato evangélico de este domingo me parece vital subrayar el marco en que se halla incrustada la confesión de Pedro, pues la escena precedente y subsiguiente se proyectan, como focos potentes, sobre la que leemos este domingo.
Lucas acaba de relatar la multiplicación de los panes: Jesús, nuevo Moisés, da de comer a una muchedumbre. Es el banquete mesiánico, banquete de abundancia que preludia el Reino.
En este contexto – que debía ser de euforia y gozo- Jesús hace su pregunta que, en realidad, son dos:
¿Quién dice la gente que soy yo?
¿Quién soy para vosotros?
Son preguntas que sigue haciendo hoy y es esencial contestar, sobre todo, a la segunda. Pedro toma la palabra y en nombre de toda la comunidad eclesial da una respuesta: el Mesías de Dios.
Mesías significa “ungido”. Es título de gloria pero en absoluto significa que Pedro reconozca a Jesús como Hijo de Dios. Esta afirmación sólo nace de la fe post-pascual. La de Pedro nace, en parte, del banquete mesiánico precedente. ¿De dónde nace lo que yo afirmo sobre Jesús? Y sobre todo…¿qué digo yo sobre Jesús con mi vida?
La respuesta de Pedro nos puede hacer ver que todas nuestras propias respuestas sobre Dios son siempre incompletas y, a veces, deformantes. Nunca llegamos a conocer a Dios. Tenemos experiencia de su grandeza pero no la abarcamos. Tenemos experiencia de su bondad y amor pero somos incapaces de imitarlo en plenitud… A veces, tenemos también imágenes falsas sobre Dios.
Hay que aprender a vivir con el Dios que nos desconcierta. Pedro y los otros estaban eufóricos: ¡lo de los panes había sido maravilloso!
Y entonces Jesús viene a “completar” (y fastidiar) la afirmación de Pedro. No niega que sea el Mesías pero ordena que callen y escoge para sí un título muy alejado de la gloria: Hijo del Hombre. Y por si acaso lo de los panes fuera la motivación del entusiasmo de Pedro lo enfrenta a la realidad: no me puedes seguir por los panes sino por la cruz.
Podríamos preguntarnos si no añoramos a veces para la Iglesia un cierto reconocimiento, prestigio, una gloria e influencia en la sociedad que nada tiene que ver con su esencia. Preguntémonos si nuestra concepción de la Iglesia es algo mesiánica o se acerca más al sueño del papa Francisco: “¡cómo me gustaría una iglesia pobre para los pobres!”
Este evangelio deja claro que pretender seguir a Jesús sin la cruz es pura quimera. Las últimas líneas parecen ya fruto de esta certeza. Jesús no pudo haber dicho “tome su cruz cada día y sígame”. La cruz era tortura y muerte, no algo para cada día, ni siquiera metafóricamente. Pero la Iglesia primitiva ha descubierto ya el camino a Jesús: la cruz. Y ese camino hay que seguirlo día a día.
Sólo si aceptamos la desfiguración de Cristo, su anonadamiento total, seremos llamados a participar en su transfiguración que es la escena, teñida de cielo, que se relata a continuación de este evangelio.
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