Génesis 15, 5-12. 17-18
Salmo 26: El Señor es mi luz y mi salvación
Filipenses 3,20-4,1
Lucas 9,28b-36
Génesis 15, 5-12. 17-18
En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo:
— Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes.
Y añadió:
— Así será tu descendencia.
Abrán creyó al Señor, y se le contó en su haber. El Señor le dijo:
— Yo soy el Señor, que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en posesión esta tierra.
Él replicó:
— Señor Dios, ¿cómo sabré yo que voy a poseerla?
Respondió el Señor:
— Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón.
Abrán los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres, y Abrán los espantaba. Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán, y un terror intenso y oscuro cayó sobre él.
El sol se puso, y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados. Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán en estos términos:
— A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates.
Salmo 26: El Señor es mi luz y mi salvación
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
R. El Señor es mi luz y mi salvación
Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
"Buscad mi rostro."
R. El Señor es mi luz y mi salvación
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio.
R. El Señor es mi luz y mi salvación
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.
R. El Señor es mi luz y mi salvación
Filipenses 3,20-4,1
Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.
Lucas 9,28b-36
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: "Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías." No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: "Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle." Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Comentario de Mons. Francisco González, S.F.
Obispo Auxiliar de Washington, D.C.
Ya ha pasado la primera semana de Cuaresma. Una semana que ya no volverá. El llamado que recibimos claramente el Miércoles de Ceniza de “convertirnos y creer en el Evangelio” posiblemente nos llegó al fondo del corazón y decidimos hacer un cambio en dicha dirección. No sería de extrañar que movidos por esa manifestación de fe del pueblo cristiano nos decidiéramos a profundizar en nuestra oración, a renunciar a ciertas cosas y a compartir lo nuestro. Y ahora echando una mirada a esos días y a esos propósitos cabe la pregunta: ¿Cómo nos ha ido?
Si hemos cumplido, demos gracias a Dios y tengamos cuidado de que no se nos suba a la cabeza esos peldaños conquistados. Si hemos fracasado, no nos desanimemos, la misericordia de Dios es infinita y ahí está Él para alentarnos, guiarnos, fortalecernos y perdonarnos, si es necesario, con tal de no ceder ante el enemigo, que como veíamos la semana pasado, hasta al mismo Jesús tentó y lo hizo con todos los artilugios propios del ser que solo desea nuestra perdición.
Para esta segunda semana la lectura evangélica está tomada del capítulo 9 de San Lucas. Nos habla de la Transfiguración.
Parece que en este caminar hacia Jerusalén Jesús vive una cierta crisis. Ve la necesidad de preguntar qué es lo que la gente piensa de Él. En segundo lugar, les anuncia algo que no esperan: va a ser ejecutado. Al mismo tiempo les habla de lo que se requiere, de las exigencias para poder catalogarse como discípulo de Él. Todo en contra de lo que por otros pasajes del evangelio, sabemos que ellos pensaban.
Ocho días después de todo eso, toma a tres de sus más allegados seguidores: Pedro, Juan y Santiago y sube con ellos a lo alto del monte. ¿Para qué? Pues para orar. Durante esta oración, durante este diálogo con el Padre, el Maestro se transforma, su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. Pero solo Él, no los otros dos que le acompañaban y con los que conversaban de su destino: Jerusalén.
Los apóstoles quieren quedarse allí, incluso construyendo tres tiendas, una para cada uno de los tres personajes importantes: Jesús, Moisés y Elías. Parece ser que los apóstoles no habían llegado a distinguir, a separar a Jesús de los otros dos, todavía lo catalogaban en el mismo nivel.
En medio del aturdimiento en que estaban, les cubre una nube que aumenta su temor y se oye una voz: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”.
Esa voz sigue resonando en todos los tiempos, incluso en el nuestro, cuando hablamos tanto y escuchamos poco, tal vez menos que antes. ¿Por qué? Parece ser que nos faltan puntos de referencia, nos centralizamos en nosotros mismos, nos escuchamos a nosotros mismos, solo nosotros tenemos la verdad, una verdad un tanto egoísta, pues nos preocupamos con mucha frecuencia de lo que yo quiero, de lo que a mí me satisface, de lo que a mí me place, de ser el centro del universo, de imitar más a la criatura (“Seremos como dioses”) que al Creador (“Yo seré vuestro Dios y vosotros mi pueblo”).
En el mundo estamos oyendo, lo que algunos llaman, la sinfonía del dinero; hay también los aullidos del hambre, de la corrupción, de la opresión y del rechazo; el bramido de los cañones de la guerra y el terrorismo; el quejido de los enfermos abandonados y los encarcelados olvidados, incluso el alarido que produce el silencio ante tanta injusticia y deshumanización. Unos oyen unas cosas y otros otras para justificar sus propios comportamientos. ¡Qué lástima! Jesús sigue hablando y no se le oye, siendo Él el elegido para darle la vuelta a todo lo que no viene del Padre que quiere volvamos al paraíso del principio, cuando todo estaba bien.
Sí, Jesús sigue hablando y esta es la gran esperanza para todos nosotros. ¿Qué sucedería si con todo respeto pusiéramos un stop temporal en la producción y lectura de libros religiosos, y nos dedicáramos exclusivamente a la lectura y reflexión de los evangelios para conocer mejor a Jesús, y unirnos a Él para que sea Él quien viva en nosotros?