Entramos en el mes de octubre que en muchos lugares hay una dedicación especial a recitar el santo rosario, que San Pío V definió así: El rosario o salterio de la bienaventurada Virgen María es un modo piadosísimo de oración y plegaria a Dios, modo fácil al alcance de todos, que consiste en alabar a la santísima Virgen repitiendo el saludo angélico por ciento cincuenta veces, tantas cuantos son los salmos del salterio de David, (desde el Beato Juan Pablo II son doscientas veces), interponiendo entre cada decena la oración del Señor, con determinadas meditaciones que ilustran la vida entera de Nuestro Señor Jesucristo (Aquilino de Pedro). En este momento de Nueva Evangelización, esta devoción adquiere valor.
En lo que se refiere a la liturgia de la Palabra para este XXVII domingo del Tiempo Ordinario comenzamos con el profeta Isaías que con un poema o canto expresa los sentimientos de Dios hacia el Pueblo de Israel, su viña, cómo Dios ha hecho todo lo posible por su Pueblo, su viña, su esposa, y éste le responde no con unos racimos dulces para un vino delicioso, sino dando agrazones, esos racimillos que nunca maduran, asesinatos y lamentos en vez de derecho y justicia, por lo cual la va a cortar y tal vez plantar algo distinto, aunque siempre con una apertura al cambio del pueblo, pues el profeta lo que canta en nombre del dueño, de Dios, es un canto de amor, y con el amor siempre hay esperanza.
El evangelio continúa siendo el de Mateo, el mismo capítulo del domingo pasado, que nos habla del ministerio de Jesús en Jerusalén. La parábola toma el mismo tema de la primera lectura y nos cuenta como un hombre, dueño de una gran propiedad que planta una viña y la dota de todo lo necesario para que produzca su fruto. Y así la arrendó a unos labradores. Cuando llegó el tiempo de la vendimia mandó a sus criados para recoger lo que le pertenecía de la cosecha. Los labradores, no sólo no les dieron nada del fruto, sino que los recibieron con golpes, pedradas, e incluso mataron a uno. Lo mismo sucedió con el segundo grupo, pues cuando el dueño mandó a su hijo, ellos lo sacaron de la propiedad y lo mataron para que la herencia no pasara a nadie más, sino a ellos.
La parábola está dirigida al mismo grupo de la anterior: sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, o sea, eclesiásticos y autoridades. Les habla de todo lo que el dueño (Dios), ha hecho por la viña (el pueblo elegido), y de quien espera el fruto de acuerdo con lo que ha invertido. Ese pueblo, en manos de los líderes religiosos y autoridades está dando fruto pero los responsables no quieren que nada de eso sea para la gloria de Dios y la salvación de todos, y tan contrarios son que cuando el dueño envía sus siervos para recibir su parte, se deshacen de ellos, incluso del hijo.
Jesús no se contenta con la historieta que les ha contado, les exige que ellos se involucren y así les pregunta: ¿Qué piensan hará el dueño cuando venga a la viña y se encuentre con los labradores? Los oyentes, tal vez sin pensarlo mucho, y porque la respuesta era obvia, dijeron: "Los hará morir de mala muerte a esos malvados... además arrendará la viña a otros que le den la parte del fruto que le corresponde".
Es muy posible que inmediatamente se dieron cuenta que con dicha respuesta se condenaban a sí mismos y así buscan cómo deshacerse del impertinente, del que les saca los colores delante de la gente, del que les avergüenza ante sus seguidores.
Pero no solamente ellos se avergüenzan, también nosotros porque Jesús les dice que el reino de los cielos se les quitará y será dado a un pueblo que de fruto. Como muchos nos creemos ser ese nuevo pueblo, cabe la pregunta: ¿Estamos dando ese fruto? Más aún: ¿Somos responsables de la muerte de los profetas que nos visitan?
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