jueves, 23 de junio de 2011

Corpus Christi, Mons. Francisco Gonzalez, S.F., Obispo Auxiliar de Washington D.C.

Deuteronomio 8,2-3.14-16
Salmo 148
1 Corintios 10,16-17
Juan 6,51-59

Celebramos hoy la fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Esta fiesta apareció o comenzó a celebrarse allá por el siglo XIII, fiesta que enfatiza la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Fue como explosión de la profunda devoción del pueblo católico en contra de la frialdad, más bien la negación por parte de algunos grupos como los albigenses y valdenses, de esa misma presencia real. Esas bellas custodias, con sus carrozas llevando el Santísimo por las calles se lo debemos al Concilio de Trento. Todavía hoy se celebran en muchas partes del mundo, esa salida del Santísimo Sacramento por las calles de grandes y pequeñas ciudades, toda una manifestación de la fe en Jesús sacramentado.

La Eucaristía tiene su origen en la última cena que Jesús tiene con sus más cercanos colaboradores, sus más íntimos amigos: sus Apóstoles. El Concilio Vaticano II nos dice de este sacramento que es “la culminación de toda la vida cristiana” y algo más adelante en el mismo documento, Lumen Gentium, afirma que en el mismo “vive, se edifica y crece sin cesar la Iglesia de Dios”.

Los seres humanos estamos presentes en muchas formas: presencia física, en una conversación, al mirar la foto de dicha persona. Casiano Floristán, de feliz memoria, nos recordaba que Cristo también se hace presente en medio de nosotros cuando nos reunimos en su nombre, cuando practicamos la virtud de la caridad, en una forma muy en particular, cuando lo hacemos con los más necesitados. En la celebración de la eucaristía lo vemos concretizado al ser reunión de los creyentes y el altar/la mesa que nos recuerda la caridad. En ese precioso momento de la vida del Señor que seguimos llamando la Última Cena, Jesús distribuye a los comensales el pan, que es su cuerpo, y la sangre que es su sangre, o sea, su persona completa de un modo real, no meramente intencional. Cristo, de todas todas, está presente y activo.

Hoy es un momento precioso para celebrar esa presencia real de Jesús en la Eucaristía, y como así lo creemos, debemos insistir en el respeto con que debemos acercarnos a la misma: un alma limpia, un corazón de enamorado/a, unas actitudes externas respetuosas al acercarnos a recibir a Jesús en la Eucaristía.

Después de muchísimos años de distribuir la Santa Comunión, he visto formas muy edificantes de acercarse a recibirla, sin importar si la reciben en la boca o en la mano, tanto de pie como de rodillas. Pero también he visto, por desgracia, acercándose a la misma de una forma como se estuvieran haciendo cola para pagar en el mercado, vestidos/as de forma que no se atreverían a hacerlo cuando solicitan un trabajo, hablando y saludando a todo el mundo, e incluso masticando chiclé.

Necesitamos más catequesis, más formación en la fe. No sé como se podría hacer, pero sería bueno que se acercaran a la comunión solamente aquellas personas que se sienten preparadas, que verdaderamente creen, que lo desean y que nadie se sienta obligado/a a levantarse y ponerse en fila porque los ujieres van pasando por las bancas con la idea de mantener un cierto orden. Quedarse solo/a en la banca mientras los demás se acercan para recibir la comunión es un tanto vergonzoso para algunos, y así se suman a los demás. El Señor no se fuerza en nadie, incluso cuando llama a la puerta, espera a que le abran, sólo entra cuando es invitado y merece que se le trate como merece.

En nuestro mundo de hoy hay, podríamos decir una abundancia de hambre. Hambre de comida, hay millones que no pueden satisfacer esa necesidad vital. Hay otras hambres, que tal vez sean las causantes de esta primera: hambre de poder, de prestigio, de dinero, de ser consultado, de ser preferido. También hay otro hambre y que es de gran consolación pues da esperanza a un mundo un tanto desesperanzado y es ese hambre de Dios, de un querer estar cerca y más cerca de él. Jóvenes y no tan jóvenes buscan dar sentido a sus vidas, y como decía san Agustín: "Nos creaste Señor para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti".

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