La fisonomía de una catedral cambia a lo largo del tiempo, supeditada a los avatares de la historia, y esto explica la variedad de estilos artísticos que se superponen en un recinto sagrado. Esto me sucedió en una reciente visita a Dax, en las Landas francesas, una tierra que está vinculada a uno de los grandes santos de Francia y de la Iglesia universal: san Vicente de Paúl.
Allí me encontré un cuadro de San Vicente en una capilla lateral, encargo en 1841 del Estado francés, aquella monarquía liberal y de cimientos frágiles de Luis Felipe de Orleáns, a un pintor de trazos académicos e historicistas, André Alfred Géniole, que había tomado la inspiración de un grabado muy difundido entonces. El lienzo costó una elevada suma para su tiempo, pero la mayoría de los expertos de nuestros días pondrían en duda su valor artístico, quizás por el hecho de que cuando predomina el dibujo sobre el color, los resultados pueden ser algo toscos. Por si fuera poco, el cuadro presenta un pequeño desgarro junto a la cabeza del santo que ha sido piadosamente disimulado.
Pero lo que no valoran los expertos puede valorarlo un creyente en su oración. La obra representa a san Vicente llevando en los brazos a un niño recién nacido, al que dirige una mirada de ternura mientras con la mano izquierda toca la campana del asilo de niños abandonados, que él mismo había fundado en París en 1638. El fondo es el de un paisaje invernal, con un campanario y unos tejados cubiertos por la nieve, y también puede apreciarse a la supuesta madre del niño, que huye temblorosa y afligida. Una escena triste, nada novedosa en aquellos tiempos, en que tantos niños eran abandonados al nacer y hasta se comerciaba con ellos como una mercancía, explotándolos para la mendicidad.
Según André Frossard, biógrafo de san Vicente, solamente en París se dejaba en las escalinatas de las iglesias entre trescientos y cuatrocientos niños al año. En una sociedad oficialmente cristiana se repetían escenas que ya habían sucedido en la Roma de los primeros siglos del cristianismo. Una escena sombría, pero hay algo que lo cambia todo: la mirada de Vicente de Paúl. El santo infunde luminosidad y valor espiritual a un cuadro que de otro modo pasaría desapercibido.
Una mirada da sentido a la vida del cristiano. Los otros no son extraños ni una referencia para las estadísticas que informan sobre los problemas sociales. Vicente de Paúl ve a un niño injustamente condenado a morir; un ser humano, pese a su pequeñez e insignificancia, que es hijo de Dios. Un ser humano muy importante para un Dios que también se hizo niño. Sobra todo lo demás. El sacerdote lo toma en sus brazos y busca un hogar para él para arrancarle así del destino que le ha reservado una sociedad egoísta que se niega a percibir las consecuencias de sus actos. En cambio, Vicente de Paúl recuerda con su mirada de ternura lo que dice Jesús en el evangelio: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Una caridad ardiente, que solo puede proceder de la presencia del Espíritu de Dios, caridad que hace alguien olvidarse de sí mismo para ir rápidamente a donde se le necesita, tal y como hizo María con la visita a su prima Isabel. La caridad cristiana es mucho más que una mera ayuda. Implica ser conscientes de que existe una presencia misteriosa de Cristo, presente en los hermanos y de modo especial en los pobres, porque no hay nadie que no tenga la pobreza material o espiritual, e incluso a veces las dos juntas.
El niño abandonado en una noche de invierno debió de asemejarse para nuestro santo al Jesús nacido en Belén, y le correspondía a él, y a sus hijas de la Caridad, darle el calor material y el calor humano que sí tuvo Cristo, gracias a José y María, en la noche de Navidad. Una luz alumbra la noche representada en la pintura, pero es la luz de Cristo, la luz de la caridad, una luz que puede curar las heridas más dolorosas, las del alma. Al contemplar el cuadro en la catedral de Dax, he recordado la letra de un himno compuesto para honrar a San Vicente: “Enséñanos a amar, Vicente de Paúl, al pobre nuestro hermano como lo amaste tú”.
Amaremos con palabras, con acciones o simplemente con una mirada, como San Vicente en este cuadro. Es una mirada de gozo, que corresponde a un corazón enamorado, porque Vicente de Paúl se desposó con la caridad, del mismo modo que Francisco de Asís lo hiciera con la pobreza.
Autor: Antonio R. Rubio Plo
Pero lo que no valoran los expertos puede valorarlo un creyente en su oración. La obra representa a san Vicente llevando en los brazos a un niño recién nacido, al que dirige una mirada de ternura mientras con la mano izquierda toca la campana del asilo de niños abandonados, que él mismo había fundado en París en 1638. El fondo es el de un paisaje invernal, con un campanario y unos tejados cubiertos por la nieve, y también puede apreciarse a la supuesta madre del niño, que huye temblorosa y afligida. Una escena triste, nada novedosa en aquellos tiempos, en que tantos niños eran abandonados al nacer y hasta se comerciaba con ellos como una mercancía, explotándolos para la mendicidad.
Según André Frossard, biógrafo de san Vicente, solamente en París se dejaba en las escalinatas de las iglesias entre trescientos y cuatrocientos niños al año. En una sociedad oficialmente cristiana se repetían escenas que ya habían sucedido en la Roma de los primeros siglos del cristianismo. Una escena sombría, pero hay algo que lo cambia todo: la mirada de Vicente de Paúl. El santo infunde luminosidad y valor espiritual a un cuadro que de otro modo pasaría desapercibido.
Una mirada da sentido a la vida del cristiano. Los otros no son extraños ni una referencia para las estadísticas que informan sobre los problemas sociales. Vicente de Paúl ve a un niño injustamente condenado a morir; un ser humano, pese a su pequeñez e insignificancia, que es hijo de Dios. Un ser humano muy importante para un Dios que también se hizo niño. Sobra todo lo demás. El sacerdote lo toma en sus brazos y busca un hogar para él para arrancarle así del destino que le ha reservado una sociedad egoísta que se niega a percibir las consecuencias de sus actos. En cambio, Vicente de Paúl recuerda con su mirada de ternura lo que dice Jesús en el evangelio: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Una caridad ardiente, que solo puede proceder de la presencia del Espíritu de Dios, caridad que hace alguien olvidarse de sí mismo para ir rápidamente a donde se le necesita, tal y como hizo María con la visita a su prima Isabel. La caridad cristiana es mucho más que una mera ayuda. Implica ser conscientes de que existe una presencia misteriosa de Cristo, presente en los hermanos y de modo especial en los pobres, porque no hay nadie que no tenga la pobreza material o espiritual, e incluso a veces las dos juntas.
El niño abandonado en una noche de invierno debió de asemejarse para nuestro santo al Jesús nacido en Belén, y le correspondía a él, y a sus hijas de la Caridad, darle el calor material y el calor humano que sí tuvo Cristo, gracias a José y María, en la noche de Navidad. Una luz alumbra la noche representada en la pintura, pero es la luz de Cristo, la luz de la caridad, una luz que puede curar las heridas más dolorosas, las del alma. Al contemplar el cuadro en la catedral de Dax, he recordado la letra de un himno compuesto para honrar a San Vicente: “Enséñanos a amar, Vicente de Paúl, al pobre nuestro hermano como lo amaste tú”.
Amaremos con palabras, con acciones o simplemente con una mirada, como San Vicente en este cuadro. Es una mirada de gozo, que corresponde a un corazón enamorado, porque Vicente de Paúl se desposó con la caridad, del mismo modo que Francisco de Asís lo hiciera con la pobreza.
Autor: Antonio R. Rubio Plo
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