Reflexión durante el rezo del Ángelus, Vaticano, 4 noviembre 2012.
¡Queridos hermanos y hermanas!
El evangelio de este domingo (XXI del año B; Mc. 12,28-34) nos propone la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más importante: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo.
Los santos, que acabamos de celebrar juntos en una única fiesta solemne, son aquellos que, confiando en la gracia de Dios, tratan de vivir de acuerdo a esta ley fundamental. De hecho, el mandamiento del amor lo puede aplicar plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, así como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con su madre y su padre.
San Juan de Ávila, a quien recientemente he proclamado Doctor de la Iglesia, escribe así al inicio de su Tratado del Amor de Dios:
"La razón, dice, que empuja mayormente nuestro corazón al amor de Dios, es el considerar profundamente el amor que Él tuvo por nosotros... Esto, además de los beneficios, mueve el corazón a amar; porque el que hace al otro un beneficio, le da algo que tiene; pero el que ama, se entrega a sí mismo con todo lo que tiene, sin que le quede algo más para dar."
Antes de ser un mandato -el amor no es un mandato-, es un regalo que Dios nos hace conocer y experimentar, de modo que, como una semilla pueda también germinar dentro de nosotros, y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, esta es capaz de amar incluso a quien no lo merece, así como Dios hace con nosotros. El padre y la madre no quieren a sus hijos solo cuando se lo merecen: lo aman siempre, aunque es natural que le hacen entender cuando se equivocan.
De Dios, aprendemos a querer siempre y solamente el bien y nunca mal. Aprendemos a mirar al otro no solo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que sale del corazón y no se detiene en lo superficial, va más allá de las apariencias y captura los más profundos anhelos del otro: de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor.
Pero también se produce en la dirección opuesta: que abriéndome al otro tal como es, yendo hacia él, haciéndome disponible, me abro también para conocer a Dios, para sentir que está allí y que es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y están en relación recíproca.
Jesús no inventó ni lo uno ni lo otro, pero reveló que son, después de todo, un solo mandamiento, y lo hizo no solo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor de Dios y del prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal.
En la Eucaristía, Él nos da este doble amor, dándose a Sí mismo, porque, alimentados de este Pan, nos amamos los unos a otros como Él nos ha amado.
Queridos amigos, por intercesión de la Virgen María, oramos a fin de que todo cristiano sepa mostrar su fe en el Dios único y verdadero con un claro testimonio de amor al prójimo.
¡Queridos hermanos y hermanas!
El evangelio de este domingo (XXI del año B; Mc. 12,28-34) nos propone la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más importante: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo.
Los santos, que acabamos de celebrar juntos en una única fiesta solemne, son aquellos que, confiando en la gracia de Dios, tratan de vivir de acuerdo a esta ley fundamental. De hecho, el mandamiento del amor lo puede aplicar plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, así como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con su madre y su padre.
San Juan de Ávila, a quien recientemente he proclamado Doctor de la Iglesia, escribe así al inicio de su Tratado del Amor de Dios:
"La razón, dice, que empuja mayormente nuestro corazón al amor de Dios, es el considerar profundamente el amor que Él tuvo por nosotros... Esto, además de los beneficios, mueve el corazón a amar; porque el que hace al otro un beneficio, le da algo que tiene; pero el que ama, se entrega a sí mismo con todo lo que tiene, sin que le quede algo más para dar."
Antes de ser un mandato -el amor no es un mandato-, es un regalo que Dios nos hace conocer y experimentar, de modo que, como una semilla pueda también germinar dentro de nosotros, y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, esta es capaz de amar incluso a quien no lo merece, así como Dios hace con nosotros. El padre y la madre no quieren a sus hijos solo cuando se lo merecen: lo aman siempre, aunque es natural que le hacen entender cuando se equivocan.
De Dios, aprendemos a querer siempre y solamente el bien y nunca mal. Aprendemos a mirar al otro no solo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que sale del corazón y no se detiene en lo superficial, va más allá de las apariencias y captura los más profundos anhelos del otro: de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor.
Pero también se produce en la dirección opuesta: que abriéndome al otro tal como es, yendo hacia él, haciéndome disponible, me abro también para conocer a Dios, para sentir que está allí y que es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y están en relación recíproca.
Jesús no inventó ni lo uno ni lo otro, pero reveló que son, después de todo, un solo mandamiento, y lo hizo no solo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor de Dios y del prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal.
En la Eucaristía, Él nos da este doble amor, dándose a Sí mismo, porque, alimentados de este Pan, nos amamos los unos a otros como Él nos ha amado.
Queridos amigos, por intercesión de la Virgen María, oramos a fin de que todo cristiano sepa mostrar su fe en el Dios único y verdadero con un claro testimonio de amor al prójimo.
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