Hechos de los Apostoles 10,14a.37-43
Salmo 117
Colosenses 3,1-4
Juan 20,1-9
Hemos llegado al final de la peregrinación que comenzamos el Miércoles de Ceniza y que fue muy intensa durante esta semana Semana Santa, la última semana de Jesús en medio de sus amigos. Antes de entrar en la ciudad de Dios había pasado por Betania donde resucitó a su amigo Lázaro. Mucha gente lo siguió y la entrada en Jerusalén fue solemne, grandiosa. Ni gobierno, ni iglesia, ni los sindicatos habían congregado al pueblo. Fue algo espontáneo, la gente gritaba, cantaba y aplaudía pues para la mayoría el que entraba en la ciudad santa era nada menos que el Mesías.
Ojalá que a pesar de nuestras innumerables ocupaciones, trabajos, familia y obligaciones varias hayamos podido recorrer esa última parte de nuestra peregrinación asistiendo a todos los servicios u oficios religiosos. Eso nos habrá podido ayudar a estar preparados para una digna celebración de Pascua.
Estamos viviendo en el tiempo de la gran velocidad, de la instantaneidad, de la rapidez y hay el peligro, diría yo, de que por la premura de llegar al final del trayecto, no nos hayamos fijado, no hayamos puesto atención a lo que era parte del trayecto: volamos y no podemos apreciar la belleza de nuestro planeta, viajamos en trenes de altísima velocidad, trenes bala los llaman algunos, herméticamente cerrados, sin poder abrir las ventanas y no nos da tiempo para apreciar la campiña, los árboles, los ríos y riachuelos, y sobre todo oler el campo y las flores y por eso al llegar llegamos un tanto vacíos, nos hemos perdido la experiencia del viaje.
Sería lastimoso saltar del Miércoles de Ceniza a la Fiesta de Pascua sin haber hecho un alto en el camino, de una forma especial durante, como apuntaba más arriba, la Semana Santa y acompañar a Jesús durante esos días, visitando el Templo, discutiendo con los dirigentes del pueblo, cuya principal preocupación era deshacerse del profeta. Maquinaban, conspiraban, se desvivían buscando la forma más práctica, rápida y silenciosa de eliminarlo, de matarlo.
Durante esta semana que acabamos de pasar, ojalá hayamos tenido la oportunidad de celebrar el Jueves Santo, ese día en que una vez más durante su vida Jesús se sienta a la mesa para recordar y celebrar el Éxodo, la liberación del Pueblo Elegido, su salvación por la sangre del cordero. Esta vez tenía un significado distinto: él mismo, Jesús, con su sangre salvaría a la humanidad. Fue una cena íntima, intensa, de grandes lecciones, de profundos sentimientos, de dolor intenso, de esperanza sin límites, de traiciones inauditas, de promesas más tarde rotas y de un amor profundo. Jesús se convierte en siervo, les lava los pies. Jesús es amigo, pues les ha invitado a su cena. Jesús se convierte en nuestro alimento. Jesús es Maestro que les habla sobre la vida. Jesús es médico consolador. Jesús es profeta que les habla del Padre y de lo que está por pasar. Jesús es víctima vendida por causa del sucio dinero. Jesús se muestra como el más completo ser humano, para lo cual hay que ser divino. Jesús es el Gran Sacerdote que en esa noche establece algo tan fundamental para nosotros sus seguidores como es el sacerdocio y la Eucaristía.
Ojalá hayas podido celebrar, hermano/a, el Viernes Santo y ver a Jesús traicionado, prendido, acusado falsamente, juzgado por el Templo, el gobernador y el pueblo que después de llamarle Mesías, ahora piden que lo crucifiquen. Condenado, abofeteado, escupido, coronado de espinas, burlado y crucificado. O sea que los mandamases habían conseguido su propósito: deshacerse de él. Y así fue: lo mataron, lo enterraron y se llenaron de júbilo... aunque poco les duró. Y cuando parecía que todo se había perdido, cuando sus discípulos se sintieron acobardados y estaban escondidos, cuando algunos de sus seguidores abandonaban la ciudad completamente desilusionados algo pasó: la tumba la encontraron vacía, algunos lo vieron por varios lugares, incluso caminó con una pareja y estos testificaron que hablando con él "les ardía el corazón".
¿Qué había sucedido? Simplemente Jesús, como lo había anunciado, resucitó para nunca más morir, triunfando sobre la muerte y el pecado, para enseñarnos el camino a seguir. El recorrido de Cuaresma y Semana Santa nos puede ayudar a celebrar con mucha más intensidad el significado de la Pascua, de la nueva vida, pues una oscura fosa no podía retener al Dios de la vida. ¡Felices Pascuas de Resurrección!