A Juan de la Cruz se le reconoce como poeta y místico. Un creador, un inspirador tal vez, un hombre bueno e íntegro. Pero su imagen sigue asociada a la aspereza, al desentendimiento de aquellas cosas que preocupan a la mayor parte de los mortales. Sigue apareciendo lejos de todos y de casi todo.
Sin embargo, Juan era un hombre entrañable, cercano y con una gran capacidad de relación. Que no fuera extravertido –y realmente no lo era– no significa que estuviera replegado sobre sí o fuera incapaz de dar y recibir afecto, de entrar en la complicidad de la amistad y de admirar, disfrutar e interesarse por las cosas de la vida.
Sobrio siempre, con la moderación de quien ha aceptado ser templado por la vida primero, por Dios después, chocaba con su querida Teresa de Jesús, como ella misma reconocía. Pero eso no le impidió entrar en el diálogo más profundo con ella. Ese diálogo es una muestra de la actitud que caracterizó a Juan, siempre abierto a compartir, a aprender y a darse a sí mismo.
Su lealtad y sinceridad, su capacidad para el encuentro y la comunicación con los otros en igualdad hacen de Juan de la Cruz un buen amigo para quienes se acercaron a él mientras vivía y para quienes siguen entrando en conversación con él.
Su camino espiritual tiene un horizonte claro: la unión de amor, la «igualdad de amistad». A todos los niveles, por descontado. Juan dirá que la persona «no tiene más de una voluntad», de modo que la amistad humana y la divina corren idéntica suerte. Porque el ser humano no está hecho de piezas sueltas, sino que es una «caverna profunda», de inimaginable hondura y toda ella comunicada por dentro.
Sabía que de todo se puede hacer una máscara. De ahí su empeño en eso que llamaba «desnudez», es decir, ausencia de remilgos, apaños e intereses. Sin esa desnudez no se puede vivir en la amistad, que él definía así: «que cada uno es el otro y que entrambos son uno». Con esa radicalidad se planteaba las relaciones, nunca superficialmente, siempre buscando crecer.
Por eso, este Juan de la Cruz, tan reconocible como amigo de Dios, es tan amigo de sus amigos y de las personas que la vida puso a su paso, con las que creó auténticos lazos. Y este hombre, tan «espiritual», resulta tan natural y «mundano», contra lo que las leyendas y algunos testimonios, maquillados por la necesidad, nos han transmitido.
El tiempo que fue confesor en el monasterio de la Encarnación de Ávila, donde Teresa era priora, muestra su manera de situarse ante los demás. Es un ejemplo muy nítido, pues se trataba de un fraile sacerdote –varón eclesiástico– ante monjas –mujeres en la Iglesia–. Y Juan se sitúa como quien puede compartir lo que sabe, para iluminar e instruir, pero también como quien puede recibir y aprender. Esa será su tónica y eso es lo que le hace tan amigable.
No le gustaban las visitas de cumplimiento, porque le desagradaban las relaciones interesadas, los formulismos y las apariencias. En cambio, jamás rehusaba el encuentro personal y fraterno. Cuando tenía noticia de que alguien sufría, no esperaba a ser buscado, se adelantaba y era capaz también de mostrar su necesidad, de acoger y agradecer el afecto de sus amigos.
Muestra de todo ello es su modo de ser prior, por ejemplo, en Granada. Iba con sus hermanos al campo, a las laderas de Sierra Nevada, allí «contaba historias y les hacía reír a todos, y volvían muy contentos a la casa». También cuenta el hermano Juan de santa Eufemia que Juan le escribió en cierta ocasión, apenas se enteró de que andaba afligido.
Después, escribirá a sus hermanas descalzas de Beas, diciéndoles el consuelo que recibe con sus cartas. Y se implica, hablando de sí y abriendo su interior: «esto por mí lo veo… qué de cosas quisiera decir… algo malo he estado; ya estoy bueno».
Su modo de tratar a los enfermos rompe cualquier imagen ñoña o mojigata, porque no solo los atendía físicamente con gran cuidado sino que procuraba hacerles disfrutar y reír, sabiendo que el humor cura y reconcilia, además de aproximar. Y así, lo mismo contaba chistes que «cuentos del mundo», como los llamaban, o traía músicas. Y todo ello le parecía «de provecho», es decir, constructor de relación.
Se conservan muy pocas cartas de Juan, pero su lectura es reveladora. Allí aparece amigo verdadero, cercano y afectuoso. Escribe a María de Soto: «Quisiera yo darla mucho contento» y a Juana de Pedraza le dice que «le hace rabiar» que ella piense si él la olvida y que le escriba más a menudo y que «si las cartas no fuesen tan corticas, sería mejor».
Se muestra comprometido. Se le ve interesado por sus hermanas de Córdoba en los inicios fundacionales, consciente de las dificultades que pueden tener. Y bastan unos retazos para verle conmovido por esas «nimiedades» a las que se le considera ajeno, preocupado por la salud y los problemas de sus amigos, participando de su vida:
«No piense, hija en Cristo, que me he dejado de doler de sus trabajos», le dice a Leonor Bautista, y a Juana de Pedraza: «todas sus cartas tengo recibidas, y sus lástimas y males y soledades sentidas, las cuales me dan a mí siempre tantas voces callando, que la pluma no me declara tanto». También a Leonor de san Gabriel: «Con su carta me compadecí de su pena y pésame la tenga por el daño que le pueda hacer al espíritu y aun a la salud».
Juan era más comunicativo de lo que se sospecha, porque siempre andaba buscando el bien de sus amigos. Una de las claves de su escritura, como amigo y como acompañante, es la de liberar interiores. Disminuir las angustias que traban el corazón, quitar obstáculos, hacer visible lo estéril para superarlo y dar alas. De ahí su empeño en compartir la confianza que había en su interior: «arroje el cuidado suyo en Dios», dirá a sus amigos con frecuencia.
Son solo unas pinceladas del amigo que fue Juan de la Cruz, que sigue ofreciendo su amistad auténtica con su palabra compañera, la misma que le llevó a decirle a Ana de Jesús que «ahora sea yendo, ahora quedando, doquiera y como quiera que sea, no la olvidaré ni quitaré de la cuenta que dice, porque de veras deseo su bien para siempre».
Fuente: religiondigital.com