En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
— Sígueme.
Él se levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos:
— ¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?
Jesús lo oyó y dijo:
— No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa "misericordia quiero y no sacrificios": que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.
Comentario por Reflexiones Católicas
"Dejarse amar por Dios"
Cafarnaún estaba situada en los confines del territorio de Herodes Antipa con el de su hermano Filipo, sobre la arteria comercial que conducía desde Damasco al Mediterráneo. Esto explica la presencia de numerosos encargados del cobro de las tasas, la odiada clase de los publicanos, en aquella zona.
Toda la atención del texto está centrada en la prontitud de la respuesta de Mateo, presentado como «Leví, hijo de Alfeo» en Marcos y Lucas, respecto a la llamada de Jesús, y también en el tipo de gente que asiste al banquete, tal vez de despedida, que Mateo ofrece a sus ex colegas a fin de subrayar la seriedad de su opción.
El hecho de ver a muchos publicanos y pecadores comiendo con Jesús y con sus discípulos escandaliza a los fariseos, porque en Oriente comer juntos significaba comunidad de vida y de sentimientos. Al conversar con los publicanos y los pecadores, Jesús muestra que está en la línea de la «misericordia» y reprocha a los fariseos su legalismo, que los hace insensibles a las auténticas necesidades del Espíritu, además de incapaces de comprender las necesidades del prójimo.
El problema de las comidas tomadas en común por cristianos de procedencia pagana y los de origen judío fue muy importante en la primera generación cristiana. Mateo, ya evangelista, quiere presentar una enseñanza de Cristo a su Iglesia. El Maestro, tanto de palabra como con el ejemplo, les ofrece una lección: Dios exige de nosotros sobre todo gestos de misericordia, más que actos cultuales.
Jesús, al llamar a Mateo y sentarse a la mesa con los pecadores, aparece como aquel que ha realizado la voluntad de Dios. Y toda su misión de llamada misericordiosa a los pecadores a la salvación ha sido el cumplimiento de la Palabra de Dios expresada en las Escrituras.
Frente al Dios discriminador presentado por el culto de los judíos de estricta observancia, el Dios de Jesús es un Dios de misericordia, un Dios que acoge a los perdidos y les ofrece una nueva posibilidad de rehacerse; hasta alcanzar, mediante su gracia, la «perfecta unidad» interior, que en la primera lectura es “hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo” (Fiesta de San Mateo: Efesios 4,13).
En nuestra relación con el Señor no hemos de olvidar jamás que Dios Trinidad ama a los pecadores. M. Quoist ha dicho muy teológicamente: “Dios no es alguien al que hay que amar, sino Alguien por quien hay que dejarse amar”. Esta convicción es el punto de arranque de una espiritualidad verdaderamente evangélica, que implica una actitud de profunda humildad y de profunda gratitud.
“¿Qué es lo que tengo que hacer para ser un cristiano de verdad?”, pregunta el campesino Paolo a Francisco de Asís. “Creer que Dios te ama”, le responde el poverello. “¿Aunque sea un blasfemo y un perdido?”, pregunta Paolo. “Aunque seas un blasfemo y un perdido”, repite Francisco. Y añade: “Pero ten en cuenta que tienes que creerlo de verdad”. Sabía perfectamente que no es fácil creerlo en serio.
Éste es el mensaje del relato de hoy. El amor gratuito e incondicional de Dios ha de impulsarnos a amar a los alejados, a los pecadores, no “a pesar de”, sino precisamente “porque” son pecadores, como lo hace Jesús: son los hermanos “pródigos”, los más necesitados, los enfermos que necesitan del médico. Los amamos por el bien de ellos ya que anhelan, sin saberlo, la Buena Noticia, el encuentro con el Señor, como le ocurrió a Mateo, Zaqueo, Pablo y otros muchos...
Los alejados y pecadores, conscientes de su miseria, están más abiertos a la acción del Espíritu que los escribas y fariseos de todos los tiempos, que no se convierten porque creen que no tienen nada importante que cambiar en sus vidas anémicas. Hemos de acercarnos como Jesús a estas “malas compañías” por el bien de la comunidad cristiana, que los necesita. ¡Cuánto hubiéramos perdido sin la conversión de Mateo, Pablo, Francisco de Asís, L. Bloy, y. Messori...! Los convertidos son transfusiones de sangre vigorosa para las comunidades.
Hay que reconocer que es más lo que se habla que lo que se hace con respecto al acercamiento a los alejados. Muchas declaraciones, eso sí, pero pocos hechos. H. Cámara se quejaba de que le criticaran por hacerlo: “Que nadie se irrite al yerme con los considerados pecadores. Mi puerta y mi corazón estarán abiertos a todos, absolutamente a todos”. Esto es lo que dice Jesús en el relato de hoy.
¡Esto hay que celebrarlo! El banquete es un regalo mutuo entre Jesús y Mateo, Jesús le honra con su presencia, signo de su amistad. Y es un regalo de Mateo que quiere celebrar la nueva amistad y la nueva vida que ha iniciado. Es mucho lo que deja, a lo que renuncia. Es un hombre rico. Pero entiende que seguir al rabí de Nazaret es una gran ganancia. Ha vendido todo para comprar el tesoro del Reino (Mt 13,44). No sólo no se lamenta de lo que deja, sino que es tal su alegría por la dicha lograda, que necesita celebrarlo por todo lo alto y compartir su alegría con los compañeros.
Esta comida de Jesús con los pecadores es símbolo del gran banquete del Reino, abierto a todos. También a nosotros, pecadores, nos perdona y nos sienta a su mesa. Aquí somos invitados no a comer suculentos manjares corporales, sino los increíbles manjares del Reino: su palabra, su cuerpo y sangre, signos supremos de su amistad.
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