Carlos Borromeo administrando la comunión a los apestados en Milán
Milán sufrió dos brotes importantes de peste en los siglos XVI y XVII, y dos fueron los religiosos de la familia Borromeo que combatieron este mal: san Carlos, primero, y posteriormente su célebre primo, el cardenal-arzobispo Federico.
En 1575, Carlos Borromeo fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste y la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.
Cuando el 11 de agosto de 1576 hacía su entrada en Milán Juan de Austria, gobernador de los Países Bajos, que marchaba camino de Flandes, se propagó la noticia de que se había desatado un terrible brote de peste en la ciudad. Aquel mismo día prosiguió el gobernador su viaje y los milaneses comenzaron a aprestarse para luchar contra un enemigo sin rostro pero que iba a dejar diezmada a la ciudad.
Borromeo, que se encontraba fuera de la ciudad, decidió volver para tomar las medidas oportunas, preocupado por lo que estaba sucediendo en Trento, Verona y Mantua, donde las primeras muertes ya se habían producido. El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad pero Carlos se consagró al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quien Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre.
El hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. Carlos tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía.
Aliviar a los enfermos
Los lazaretos rebosaban de apestados, a los que faltaban no solo los auxilios materiales, sino también los espirituales. El arzobispo de Milán trató de aliviar tanto el alma como el cuerpo de los afectados, que se dejaban morir en las calles y a los que se abandonaba sin la menor de las consideraciones.
Carlos agotó sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las precesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacías de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a misa desde las ventanas. El arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los necesitados.
Apenas descansaba y dormía escasamente para acudir personalmente a todas partes, visitaba todos los barrios alentando el ánimo de los que desfallecían, administraba él mismo los últimos sacramentos a los sacerdotes que sucumbían en aquella obra de caridad. Fueron tres las procesiones generales que se celebraron mientras la epidemia seguía cobrándose vidas, los días, 3,5 y 6 de octubre en Milán. Él propio Borromeo iba a la cabeza descalzo y vistiendo una capa morada.
Pero la peste siguió en aumento durante el otoño y todo el año siguiente de 1577. Hasta el 20 de enero de 1578 no se declaró su extinción. Por su extraordinaria conducta durante la peste, aquella dura prueba se denominó la peste de san Carlos.
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