Marcos 9,38-43
Uno de los apóstoles, Juan, vio expulsar demonios en nombre de Jesús a uno que no era del círculo de los discípulos y se lo prohibió. Al contarle el incidente al Maestro, se oye que Él responde: «No se lo impidáis... El que no está contra nosotros, está por nosotros».
Se trata de un tema de gran actualidad. ¿Qué pensar de los de fuera, que hacen algo bueno y presentan las manifestaciones del Espíritu, sin creer aún en Cristo y adherirse a la Iglesia? ¿También ellos se pueden salvar?
La teología siempre ha admitido la posibilidad, para Dios, de salvar a algunas personas fuera de las vías ordinarias, que son la fe en Cristo, el bautismo y la pertenencia a la Iglesia. Esta certeza se ha afirmado sin embargo en época moderna, después de que los descubrimientos geográficos y las aumentadas posibilidades de comunicación entre los pueblos obligaron a tomar nota de que había incontables personas que, sin culpa suya alguna, jamás habían oído el anuncio del Evangelio, o lo habían oído de manera impropia, de conquistadores o colonizadores sin escrúpulos que hacían bastante difícil aceptarlo. El Concilio Vaticano II dijo que «el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» de Cristo, y por lo tanto se salven [Constitución Pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia y el mundo actual, n. 22. Ndt].
¿Ha cambiado entonces nuestra fe cristiana? No, con tal de que sigamos creyendo dos cosas:
primero, que Jesús es, objetivamente y de hecho, el Mediador y el Salvador único de todo el género humano, y que también quien no le conoce, si se salva, se salva gracias a Él y a su muerte redentora.
Segundo: que también los que, aun no perteneciendo a la Iglesia visible, están objetivamente «orientados» hacia ella, forman parte de esa Iglesia más amplia, conocida sólo por Dios.
Dos cosas, en nuestro pasaje del Evangelio, parece exigir Jesús de estas personas «de fuera»: que no estén «contra» Él, o sea, que no combatan positivamente la fe y sus valores, esto es, que no se pongan voluntariamente contra Dios. Segundo: que, si no son capaces de servir y amar a Dios, sirvan y amen al menos a su imagen, que es el hombre, especialmente el necesitado. Dice de hecho, a continuación de nuestro pasaje, hablando aún de aquellos de fuera: «Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa».
Pero, aclarada la doctrina, creo que es necesario rectificar también algo más, y es la actitud interior, la psicología de nosotros, los creyentes. Se puede entender, pero no compartir, la mal escondida contrariedad de ciertos creyentes al ver caer todo privilegio exclusivo ligado a la propia fe en Cristo y a la pertenencia a la Iglesia: «Entonces, ¿de qué sirve ser buenos cristianos...?». Deberíamos, al contrario, alegrarnos inmensamente frente a estas nuevas aperturas de la teología católica. Saber que nuestros hermanos de fuera también tienen la posibilidad de salvarse: ¿qué existe que sea más liberador y qué confirma mejor la infinita generosidad de Dios y su voluntad de «que todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4)? Deberíamos hacer nuestro el deseo de Moisés recogido en la primera lectura de este domingo: «¡Quisiera de Dios que le diera a todos su Espíritu!».
¿Debemos, con esto, dejar a cada uno tranquilo en su convicción y dejar de promover la fe en Cristo, dado que uno se puede salvar también de otras maneras? Ciertamente no. Sólo deberíamos poner más énfasis en el motivo positivo que en el negativo. El negativo es: «Creed en Jesús, porque quien no cree en Él estará condenado eternamente»; el motivo positivo es: «Creed en Jesús, porque es maravilloso creer en Él, conocerle, tenerle al lado como Salvador, en la vida y en la muerte».
Uno de los apóstoles, Juan, vio expulsar demonios en nombre de Jesús a uno que no era del círculo de los discípulos y se lo prohibió. Al contarle el incidente al Maestro, se oye que Él responde: «No se lo impidáis... El que no está contra nosotros, está por nosotros».
Se trata de un tema de gran actualidad. ¿Qué pensar de los de fuera, que hacen algo bueno y presentan las manifestaciones del Espíritu, sin creer aún en Cristo y adherirse a la Iglesia? ¿También ellos se pueden salvar?
La teología siempre ha admitido la posibilidad, para Dios, de salvar a algunas personas fuera de las vías ordinarias, que son la fe en Cristo, el bautismo y la pertenencia a la Iglesia. Esta certeza se ha afirmado sin embargo en época moderna, después de que los descubrimientos geográficos y las aumentadas posibilidades de comunicación entre los pueblos obligaron a tomar nota de que había incontables personas que, sin culpa suya alguna, jamás habían oído el anuncio del Evangelio, o lo habían oído de manera impropia, de conquistadores o colonizadores sin escrúpulos que hacían bastante difícil aceptarlo. El Concilio Vaticano II dijo que «el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» de Cristo, y por lo tanto se salven [Constitución Pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia y el mundo actual, n. 22. Ndt].
¿Ha cambiado entonces nuestra fe cristiana? No, con tal de que sigamos creyendo dos cosas:
primero, que Jesús es, objetivamente y de hecho, el Mediador y el Salvador único de todo el género humano, y que también quien no le conoce, si se salva, se salva gracias a Él y a su muerte redentora.
Segundo: que también los que, aun no perteneciendo a la Iglesia visible, están objetivamente «orientados» hacia ella, forman parte de esa Iglesia más amplia, conocida sólo por Dios.
Dos cosas, en nuestro pasaje del Evangelio, parece exigir Jesús de estas personas «de fuera»: que no estén «contra» Él, o sea, que no combatan positivamente la fe y sus valores, esto es, que no se pongan voluntariamente contra Dios. Segundo: que, si no son capaces de servir y amar a Dios, sirvan y amen al menos a su imagen, que es el hombre, especialmente el necesitado. Dice de hecho, a continuación de nuestro pasaje, hablando aún de aquellos de fuera: «Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa».
Pero, aclarada la doctrina, creo que es necesario rectificar también algo más, y es la actitud interior, la psicología de nosotros, los creyentes. Se puede entender, pero no compartir, la mal escondida contrariedad de ciertos creyentes al ver caer todo privilegio exclusivo ligado a la propia fe en Cristo y a la pertenencia a la Iglesia: «Entonces, ¿de qué sirve ser buenos cristianos...?». Deberíamos, al contrario, alegrarnos inmensamente frente a estas nuevas aperturas de la teología católica. Saber que nuestros hermanos de fuera también tienen la posibilidad de salvarse: ¿qué existe que sea más liberador y qué confirma mejor la infinita generosidad de Dios y su voluntad de «que todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4)? Deberíamos hacer nuestro el deseo de Moisés recogido en la primera lectura de este domingo: «¡Quisiera de Dios que le diera a todos su Espíritu!».
¿Debemos, con esto, dejar a cada uno tranquilo en su convicción y dejar de promover la fe en Cristo, dado que uno se puede salvar también de otras maneras? Ciertamente no. Sólo deberíamos poner más énfasis en el motivo positivo que en el negativo. El negativo es: «Creed en Jesús, porque quien no cree en Él estará condenado eternamente»; el motivo positivo es: «Creed en Jesús, porque es maravilloso creer en Él, conocerle, tenerle al lado como Salvador, en la vida y en la muerte».
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