¿Cómo ocurrió que de un acontecimiento tan íntimo y personal como fue la conversión del joven Francisco, comience un movimiento que cambió en su tiempo el rostro de la Iglesia y ha influido tan fuertemente en la historia, hasta nuestros días?
Es necesario mirar la situación de aquel tiempo. En la época de Francisco la reforma de la Iglesia era una exigencia advertida más o menos por todos. El cuerpo de la Iglesia vivía tensiones profundas.
Por una parte estaba la Iglesia institucional –papa, obispos, alto clero– desgastada por sus continuos conflictos y por sus estrechas alianzas con el imperio. Una Iglesia percibida como lejana, comprometida en asuntos demasiado más allá de los intereses de la gente. Estaban además las grandes órdenes religiosas, a menudo prósperas por cultura y espiritualidad después de las varias reformas del siglo XI, entre éstas la Cisterciense, pero identificadas con grandes propietarios de terrenos, los feudales del tiempo, cercanos y al mismo tiempo lejanos, por problemas y niveles de vida, del pueblo común.
Había también fuertes tensiones que cada uno buscaba aprovechar para su propio beneficio. La jerarquía buscaba responder a estas tensiones mejorando la propia organización y reprimiendo los abusos, tanto en su interior (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes) como en el exterior, en la sociedad. Los grupos hostiles intentaban sin embargo hacer explotar las tensiones, radicalizando el contraste con la jerarquía dando origen a movimientos más o menos cismáticos. Todos izaban contra la Iglesia el ideal de la pobreza y sencillez evangélica haciendo de esto un arma polémica, más que un ideal espiritual para vivir en la humildad, llegando a poner en discusión también el ministerio ordenado de la Iglesia, el sacerdocio y el papado.
Estamos acostumbrados a ver a Francisco como el hombre providencial que capta estas demandas populares de renovación, las libera de cualquier carga polémica y las pone en práctica en la Iglesia en profunda comunión y sometida a esta. Francisco es, por tanto, como una especie de mediador entre los heréticos rebeldes y la Iglesia institucional. En un conocido manual de historia de la Iglesia así se presenta su misión:
«Dado que la riqueza y el poder de la Iglesia aparecían con frecuencia como una fuente de males graves y los herejes de la época aprovechaban este argumento como una de las principales acusaciones contra ella, en algunas almas piadosas se despertó el noble deseo de restaurar la vida pobre de Jesús y de la Iglesia primitiva, para poder así influir de manera más efectiva en el pueblo con la palabra y con el ejemplo» [1].
Entre estas almas es colocada en primer lugar, junto con santo Domingo, Francisco de Asís. El historiador protestante Paul Sabatier ha vuelto casi canónica entre los historiadores y no solamente entre laicos y protestantes, la tesis según la cual el cardenal Ugolino (el futuro Gregorio IX) habría querido capturar a Francisco para la Curia, neutralizando la carga crítica y revolucionaria de su movimiento. Es decir, se intenta hacer de Francisco un precursor de Lutero, o sea un reformador por la vía de la crítica y no por la vía de la santidad.
No se si esta intención se pueda atribuir a alguien de los grandes protectores y amigos de Francisco. Me parece difícil atribuirla al cardenal Ugolino y aún menos a Inocencio III, del que es conocida la acción reformadora y el apoyo dado a las diversas formas nuevas de vida espiritual que nacieron en su tiempo, incluidos los frailes menores, los dominicos, los humillados milaneses. Una cosa es segura: aquella intención nunca había rozado la mente de Francisco. Él no pensó nunca haber sido llamado a reformar la Iglesia
Hay que tener cuidado de no sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Crucifico de San Damián. «Ve Francisco y repara mi Iglesia, que como ves se está cayendo a pedazos». Las fuentes mismas nos aseguran que él entendía estas palabras en el sentido modesto de tener que reparar materialmente la iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y biógrafos que interpretaron –y es necesario decirlo, de manera correcta– estas palabras como referidas a la Iglesia institución y no sólo a la iglesia edificio. Él se quedó siempre en la interpretación literaria y de hecho siguió reparando otras iglesitas de los alrededores de Asís que estaban en ruinas.
También el sueño en el cual Inocencio III habría visto al Pobrecillo sostener con su hombro la iglesia tambaleante del Laterano no agrega nada nuevo. Suponiendo que el hecho sea histórico (un episodio análogo se narra también sobre santo Domingo), el sueño fue del papa y no de Francisco. Él nunca se vio como lo vemos nosotros hoy en el fresco del Giotto. Esto significa ser reformador por la vía de la santidad, serlo sin saberlo.
Raniero Cantalamessa, ofmcap. es predicador de la Casa Pontificia
NOTAS:
[1] Bihhmeyer – Tuckle, II, p. 239.
Es necesario mirar la situación de aquel tiempo. En la época de Francisco la reforma de la Iglesia era una exigencia advertida más o menos por todos. El cuerpo de la Iglesia vivía tensiones profundas.
Por una parte estaba la Iglesia institucional –papa, obispos, alto clero– desgastada por sus continuos conflictos y por sus estrechas alianzas con el imperio. Una Iglesia percibida como lejana, comprometida en asuntos demasiado más allá de los intereses de la gente. Estaban además las grandes órdenes religiosas, a menudo prósperas por cultura y espiritualidad después de las varias reformas del siglo XI, entre éstas la Cisterciense, pero identificadas con grandes propietarios de terrenos, los feudales del tiempo, cercanos y al mismo tiempo lejanos, por problemas y niveles de vida, del pueblo común.
Había también fuertes tensiones que cada uno buscaba aprovechar para su propio beneficio. La jerarquía buscaba responder a estas tensiones mejorando la propia organización y reprimiendo los abusos, tanto en su interior (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes) como en el exterior, en la sociedad. Los grupos hostiles intentaban sin embargo hacer explotar las tensiones, radicalizando el contraste con la jerarquía dando origen a movimientos más o menos cismáticos. Todos izaban contra la Iglesia el ideal de la pobreza y sencillez evangélica haciendo de esto un arma polémica, más que un ideal espiritual para vivir en la humildad, llegando a poner en discusión también el ministerio ordenado de la Iglesia, el sacerdocio y el papado.
Estamos acostumbrados a ver a Francisco como el hombre providencial que capta estas demandas populares de renovación, las libera de cualquier carga polémica y las pone en práctica en la Iglesia en profunda comunión y sometida a esta. Francisco es, por tanto, como una especie de mediador entre los heréticos rebeldes y la Iglesia institucional. En un conocido manual de historia de la Iglesia así se presenta su misión:
«Dado que la riqueza y el poder de la Iglesia aparecían con frecuencia como una fuente de males graves y los herejes de la época aprovechaban este argumento como una de las principales acusaciones contra ella, en algunas almas piadosas se despertó el noble deseo de restaurar la vida pobre de Jesús y de la Iglesia primitiva, para poder así influir de manera más efectiva en el pueblo con la palabra y con el ejemplo» [1].
Entre estas almas es colocada en primer lugar, junto con santo Domingo, Francisco de Asís. El historiador protestante Paul Sabatier ha vuelto casi canónica entre los historiadores y no solamente entre laicos y protestantes, la tesis según la cual el cardenal Ugolino (el futuro Gregorio IX) habría querido capturar a Francisco para la Curia, neutralizando la carga crítica y revolucionaria de su movimiento. Es decir, se intenta hacer de Francisco un precursor de Lutero, o sea un reformador por la vía de la crítica y no por la vía de la santidad.
No se si esta intención se pueda atribuir a alguien de los grandes protectores y amigos de Francisco. Me parece difícil atribuirla al cardenal Ugolino y aún menos a Inocencio III, del que es conocida la acción reformadora y el apoyo dado a las diversas formas nuevas de vida espiritual que nacieron en su tiempo, incluidos los frailes menores, los dominicos, los humillados milaneses. Una cosa es segura: aquella intención nunca había rozado la mente de Francisco. Él no pensó nunca haber sido llamado a reformar la Iglesia
Hay que tener cuidado de no sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Crucifico de San Damián. «Ve Francisco y repara mi Iglesia, que como ves se está cayendo a pedazos». Las fuentes mismas nos aseguran que él entendía estas palabras en el sentido modesto de tener que reparar materialmente la iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y biógrafos que interpretaron –y es necesario decirlo, de manera correcta– estas palabras como referidas a la Iglesia institución y no sólo a la iglesia edificio. Él se quedó siempre en la interpretación literaria y de hecho siguió reparando otras iglesitas de los alrededores de Asís que estaban en ruinas.
También el sueño en el cual Inocencio III habría visto al Pobrecillo sostener con su hombro la iglesia tambaleante del Laterano no agrega nada nuevo. Suponiendo que el hecho sea histórico (un episodio análogo se narra también sobre santo Domingo), el sueño fue del papa y no de Francisco. Él nunca se vio como lo vemos nosotros hoy en el fresco del Giotto. Esto significa ser reformador por la vía de la santidad, serlo sin saberlo.
Raniero Cantalamessa, ofmcap. es predicador de la Casa Pontificia
NOTAS:
[1] Bihhmeyer – Tuckle, II, p. 239.
No hay comentarios:
Publicar un comentario