2 Samuel 12, 7-10. 13
Salmo 31,1-2.5.7.11: Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado.
Gálatas 2,16.19-21
Lucas 7, 36-8, 3
2 Samuel 12, 7-10. 13
En aquellos días, Natán dijo a David: "Así dice el Señor, Dios de Israel: "Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y, por si fuera poco, pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías."" David respondió a Natán: "¡He pecado contra el Señor!" Natán le dijo: "El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás."
Salmo 31,1-2.5.7.11:
Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito;
propuse: "Confesaré al Señor mi culpa",
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Alegraos, justos, y gozad con el Señor;
aclamadlo los de corazón sincero.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Gálatas 2,16.19-21
Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso, hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la Ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la Ley. Para la Ley yo estoy muerto, porque la Ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios. Pero, si la justificación fuera efecto de la Ley, la muerte de Cristo sería inútil.
Lucas 7,36-50; 8,1-3
En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: "Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora."
Jesús tomó la palabra y le dijo:
— Simón, tengo algo que decirte.
Él respondió:
— Dímelo, maestro.
Jesús le dijo:
— Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?
Simón contesto:
— Supongo que aquel a quien le perdonó más.
Jesús le dijo:
— Has juzgado rectamente.
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón:
— ¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.
Y a ella le dijo:
— Tus pecados están perdonados.
Los demás convidados empezaron a decir entre sí:
— ¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?
Pero Jesús dijo a la mujer:
— Tu fe te ha salvado, vete en paz.
Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.
— Comentario del Padre Dr. Juan Pablo Esquivel
La liturgia de hoy es una invitación a contemplar una vez más la infinita misericordia del Padre, manifestada en modo eminente en y por Jesucristo.
Cristo no solo predica el perdón: Él mismo perdona… No solamente perdona como solo Dios sabe y puede hacerlo: ha perdonado también como hombre las injusticias dirigidas deliberada e inequívocamente contra su Persona. Ha perdonado cosas gruesas, cosas muy duras… Esa clase de cosas que nosotros normalmente llamamos “imperdonables”. De modo que su estilo no es sólo la fuente permanente de ese amor que siempre nos recompone, sino también la escuela en la cual se aprende del único Maestro.
Es significativo notar que en la cruz Jesús entregó la vida y quedó para siempre “con los brazos abiertos”, actitud que en nuestro modo de hablar es signo de acogida, de perdón y amistad.
— Primera lectura
La lecturas de hoy nos enseñan tanto sobre ese modo de ser y hacer del Señor. En la primera lectura hemos escuchado como el profeta Natán desenmascara al santo rey David, que había cometido un adulterio que luego intentó ocultar con mentiras y finalmente con un homicidio.
Pero apenas David reconoce su pecado, allí mismo, casi de “sobrepique”, Dios le manifiesta la seguridad de su perdón. El episodio nos ofrece una doble enseñanza: por una parte, la seguridad del perdón divino siempre que estamos verdaderamente arrepentidos; por otra, la constatación de que también los grandes santos han tenido grandes “metidas de pata”, pero han sabido sobreponerse, pedir perdón, levantarse y continuar la marcha, confiando no en sí mismos, sino en el Señor.
— Segunda lectura
Por eso la insistencia de san Pablo en la segunda lectura: no nos salvan nuestras obras (tantas veces teñidas de vanagloria o de interés), sino la fe en Cristo, que nos moviliza a hacer las cosas por amor, devolviéndonos el sentido de la gratitud y la gratuidad.
— Evangelio
En el Evangelio todo esto se hace evidente en alto voltaje: por un lado, la actitud de una mujer que, consciente de su pecado, no teme descubrir su herida al Único que puede contemplarla hasta el fondo sin escandalizarse, sin herirla, sin humillarla, sino todo lo contrario: curándola, levantándola de su postración moral, devolviéndole esa dignidad que a los ojos del Padre nunca se pierde.
En el corazón y en las enseñanzas de Jesús, las prostitutas y los publicanos (otra gente “non sancta” de su tiempo) llevan la delantera en el camino al reino de los Cielos porque aunque su vida moral esté destruida, su “corazón” está a punto: saben que necesitan de la salvación, y saben donde buscarla. Situación opuesta a la de los fariseos (¡los de todos los tiempos!) cuya vida moral quizás conserva manifestaciones notorias, pero cuyo corazón engreído cree haber conquistado la salvación por cuenta propia, y por ende puede casi prescindir de Dios. O, en el colmo de la soberbia, puede juzgar al mismo Dios en persona, como hace el fariseo Simón, que ha invitado a Jesús a comer a su casa, y ahora en su corazón lo condena como falso profeta, por la actitud que Jesús asume con la pecadora. ¡Siempre es así! Toda auto-canonización significa la condena de los que no piensan, viven, sienten y manifiestan la fe como lo hace quien se retiene ejemplo y modelo viviente de la misma!
El fariseo Simón ha abierto al Señor las puertas de su casa, pero no las de su corazón. Por eso ha omitido los gestos que la hospitalidad oriental de entonces preveía para estos casos, y Jesús amigablemente se lo hace notar.
En realidad, no hay que esforzarse mucho para descubrir la enorme diferencia de actitud que tienen la mujer y el fariseo frente a Jesús: casi casi se califican y comentan por sí mismas. La mujer fue buscando perdón, una vida nueva, un poder empezar mejor que “desde cero”, desde Dios. Y encontró lo que buscaba. Simón, y no sólo él, sino muchos de los comensales, se escandalizan además por el hecho de que Jesús perdone los pecados a esta mujer por la que se ha dejado tocar.
El problema es que quien se encierra en sus propios criterios y seguridades, termina por no entender a Dios y a los demás!!
Algunas anotaciones prácticas para nosotros, que queremos contemplar esta escena con la fe del creyente, y con el “horror” (hipócrita) de los fariseos:
1) La misericordia y bondad del Señor son infinitas, y surgen de su Corazón. El arrepentimiento, de parte nuestra, debe ser igual, y no sólo una pose externa, o un cuestión sensiblera ligada a un momento fugaz.
2) El perdón y la paz con Él deben ser buscados donde sabemos con seguridad que se encuentran: la oración, los sacramentos, y concretamente el Sacramento de la Penitencia o Reconcilicación (que llamamos habitualmente “Confesión”). La “auto-confesión” con “auto-absolución” no existe, y puede ser expresión de una “auto-referencialidad” que nos aleja del verdadero diálogo con el único Dios vivo y verdadero.
3) Ojo con el juicio superficial y la condena fácil a los demás, tan común dentro y fuera de la Iglesia, y que tantos estragos produce en todos los ámbitos. El fariseísmo de quien se escandaliza de los pecados ajenos en lugar de ocuparse de convertir los propios es duramente fustigado por el Señor, contra los hipócritas de su tiempo y los de todos los tiempos.
Peor que 1.000 testigos de jehová sueltos en una ciudad, importunando y confundiendo es la lengua de quien destroza la comunión eclesial y escandaliza con juicios y comentarios que transforman en moralmente asesinos a quienes los formulan. Pidamos al Señor la gracia de crecer en el amor que pide perdón y que sabe perdonar; y en la sabiduría que no juzga con la certeza de no ser juzgada. Amén.
Salmo 31,1-2.5.7.11: Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado.
Gálatas 2,16.19-21
Lucas 7, 36-8, 3
2 Samuel 12, 7-10. 13
En aquellos días, Natán dijo a David: "Así dice el Señor, Dios de Israel: "Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y, por si fuera poco, pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías."" David respondió a Natán: "¡He pecado contra el Señor!" Natán le dijo: "El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás."
Salmo 31,1-2.5.7.11:
Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito;
propuse: "Confesaré al Señor mi culpa",
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Alegraos, justos, y gozad con el Señor;
aclamadlo los de corazón sincero.
R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Gálatas 2,16.19-21
Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso, hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la Ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la Ley. Para la Ley yo estoy muerto, porque la Ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios. Pero, si la justificación fuera efecto de la Ley, la muerte de Cristo sería inútil.
Lucas 7,36-50; 8,1-3
En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: "Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora."
Jesús tomó la palabra y le dijo:
— Simón, tengo algo que decirte.
Él respondió:
— Dímelo, maestro.
Jesús le dijo:
— Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?
Simón contesto:
— Supongo que aquel a quien le perdonó más.
Jesús le dijo:
— Has juzgado rectamente.
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón:
— ¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.
Y a ella le dijo:
— Tus pecados están perdonados.
Los demás convidados empezaron a decir entre sí:
— ¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?
Pero Jesús dijo a la mujer:
— Tu fe te ha salvado, vete en paz.
Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.
— Comentario del Padre Dr. Juan Pablo Esquivel
La liturgia de hoy es una invitación a contemplar una vez más la infinita misericordia del Padre, manifestada en modo eminente en y por Jesucristo.
Cristo no solo predica el perdón: Él mismo perdona… No solamente perdona como solo Dios sabe y puede hacerlo: ha perdonado también como hombre las injusticias dirigidas deliberada e inequívocamente contra su Persona. Ha perdonado cosas gruesas, cosas muy duras… Esa clase de cosas que nosotros normalmente llamamos “imperdonables”. De modo que su estilo no es sólo la fuente permanente de ese amor que siempre nos recompone, sino también la escuela en la cual se aprende del único Maestro.
Es significativo notar que en la cruz Jesús entregó la vida y quedó para siempre “con los brazos abiertos”, actitud que en nuestro modo de hablar es signo de acogida, de perdón y amistad.
— Primera lectura
La lecturas de hoy nos enseñan tanto sobre ese modo de ser y hacer del Señor. En la primera lectura hemos escuchado como el profeta Natán desenmascara al santo rey David, que había cometido un adulterio que luego intentó ocultar con mentiras y finalmente con un homicidio.
Pero apenas David reconoce su pecado, allí mismo, casi de “sobrepique”, Dios le manifiesta la seguridad de su perdón. El episodio nos ofrece una doble enseñanza: por una parte, la seguridad del perdón divino siempre que estamos verdaderamente arrepentidos; por otra, la constatación de que también los grandes santos han tenido grandes “metidas de pata”, pero han sabido sobreponerse, pedir perdón, levantarse y continuar la marcha, confiando no en sí mismos, sino en el Señor.
— Segunda lectura
Por eso la insistencia de san Pablo en la segunda lectura: no nos salvan nuestras obras (tantas veces teñidas de vanagloria o de interés), sino la fe en Cristo, que nos moviliza a hacer las cosas por amor, devolviéndonos el sentido de la gratitud y la gratuidad.
— Evangelio
En el Evangelio todo esto se hace evidente en alto voltaje: por un lado, la actitud de una mujer que, consciente de su pecado, no teme descubrir su herida al Único que puede contemplarla hasta el fondo sin escandalizarse, sin herirla, sin humillarla, sino todo lo contrario: curándola, levantándola de su postración moral, devolviéndole esa dignidad que a los ojos del Padre nunca se pierde.
En el corazón y en las enseñanzas de Jesús, las prostitutas y los publicanos (otra gente “non sancta” de su tiempo) llevan la delantera en el camino al reino de los Cielos porque aunque su vida moral esté destruida, su “corazón” está a punto: saben que necesitan de la salvación, y saben donde buscarla. Situación opuesta a la de los fariseos (¡los de todos los tiempos!) cuya vida moral quizás conserva manifestaciones notorias, pero cuyo corazón engreído cree haber conquistado la salvación por cuenta propia, y por ende puede casi prescindir de Dios. O, en el colmo de la soberbia, puede juzgar al mismo Dios en persona, como hace el fariseo Simón, que ha invitado a Jesús a comer a su casa, y ahora en su corazón lo condena como falso profeta, por la actitud que Jesús asume con la pecadora. ¡Siempre es así! Toda auto-canonización significa la condena de los que no piensan, viven, sienten y manifiestan la fe como lo hace quien se retiene ejemplo y modelo viviente de la misma!
El fariseo Simón ha abierto al Señor las puertas de su casa, pero no las de su corazón. Por eso ha omitido los gestos que la hospitalidad oriental de entonces preveía para estos casos, y Jesús amigablemente se lo hace notar.
En realidad, no hay que esforzarse mucho para descubrir la enorme diferencia de actitud que tienen la mujer y el fariseo frente a Jesús: casi casi se califican y comentan por sí mismas. La mujer fue buscando perdón, una vida nueva, un poder empezar mejor que “desde cero”, desde Dios. Y encontró lo que buscaba. Simón, y no sólo él, sino muchos de los comensales, se escandalizan además por el hecho de que Jesús perdone los pecados a esta mujer por la que se ha dejado tocar.
El problema es que quien se encierra en sus propios criterios y seguridades, termina por no entender a Dios y a los demás!!
Algunas anotaciones prácticas para nosotros, que queremos contemplar esta escena con la fe del creyente, y con el “horror” (hipócrita) de los fariseos:
1) La misericordia y bondad del Señor son infinitas, y surgen de su Corazón. El arrepentimiento, de parte nuestra, debe ser igual, y no sólo una pose externa, o un cuestión sensiblera ligada a un momento fugaz.
2) El perdón y la paz con Él deben ser buscados donde sabemos con seguridad que se encuentran: la oración, los sacramentos, y concretamente el Sacramento de la Penitencia o Reconcilicación (que llamamos habitualmente “Confesión”). La “auto-confesión” con “auto-absolución” no existe, y puede ser expresión de una “auto-referencialidad” que nos aleja del verdadero diálogo con el único Dios vivo y verdadero.
3) Ojo con el juicio superficial y la condena fácil a los demás, tan común dentro y fuera de la Iglesia, y que tantos estragos produce en todos los ámbitos. El fariseísmo de quien se escandaliza de los pecados ajenos en lugar de ocuparse de convertir los propios es duramente fustigado por el Señor, contra los hipócritas de su tiempo y los de todos los tiempos.
Peor que 1.000 testigos de jehová sueltos en una ciudad, importunando y confundiendo es la lengua de quien destroza la comunión eclesial y escandaliza con juicios y comentarios que transforman en moralmente asesinos a quienes los formulan. Pidamos al Señor la gracia de crecer en el amor que pide perdón y que sabe perdonar; y en la sabiduría que no juzga con la certeza de no ser juzgada. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario