Comentario por Hilari Raguer, OSB
El publicano bajaba de la colina del Templo justificado, es decir, consciente de que había llegado a ser amigo de Dios. Bajaba alegre, mirando al cielo y saludando hasta a los desconocidos. Era el prototipo del hombre que acaba de recibir la buena noticia del evangelio, y que se la ha creído. Aquella noche no durmió de la alegría.
El fariseo bajaba de la colina del Templo desconcertado. No entendía la lógica de Dios. Él siempre había tenido horror al puro ritualismo. Estaba convencido de que las ofrendas en el Templo no serían gratas a Dios si no cumplía sus mandamientos o si ofendía a un hermano. Había subido al Templo con la ilusión de presentar a Dios, junto con el sacrificio litúrgico del cordero ritual, el sacrificio existencial de su buen comportamiento personal, familiar y profesional. No había pedido ningún favor egoísta. Ni siquiera había hecho ostentación de sus buenas obras, como si le hicieran merecedor de grandes recompensas, sino que, teniéndolas todas por don de Dios, había empezado diciéndole: “Oh Dios, te doy gracias…”. Aquella noche no pudo dormir de la tristeza.
Amaneció un nuevo día. El segundo día es, a veces, más delicado que el primero. El fariseo y el publicano subieron de nuevo al templo a orar.
El fariseo continuaba desconcertado. La noche de insomnio no le había aclarado las ideas. Tenía profundamente arraigado el temor de Dios, y por eso estaba desconsolado por la sentencia condenatoria del día anterior. No paraba de pensar dónde podía radicar el fallo de su sistema religioso. Aquel día no empezó a orar diciendo: “Oh Dios, te doy gracias…”, sino: “Oh Dios: ¡No te entiendo!”.
El publicano había subido al Templo con la euforia típica de los recién convertidos. Como ya era amigo de Dios, entró como si fuera su propia casa. Ya no tenía porqué quedarse al fondo de todo, y menos aún golpearse el pecho. A empujones y a codazos se abrió paso hasta la primera fila y, con los ojos levantados al cielo y alzando los brazos en actitud de oración oró así: “Oh Dios, te doy gracias porque me has hecho tan humilde, y no orgulloso, como este fariseo, que desconoce tu misericordia y presume de sus buenas obras. Le estuvo muy bien lo que le dijiste ayer. Ahora ya no hace falta que continúe implorando tu misericordia, porque sería como dudar de tu perdón. Es cierto que había acumulado muchas riquezas con los impuestos indebidamente recaudados, pero daré la mitad a los pobres y restituiré el cuádruplo de lo que había defraudado. Te aseguro que mi conversión hará gran impacto en Jerusalén”.
Pero el Señor dijo: “Yo os aseguro que la forma más refinada de fariseísmo es querer hacerse pasar por publicano. Y todo el que se sienta demasiado satisfecho de haberse arrepentido se tendrá que arrepentir de haberse sentido demasiado satisfecho”.
Aquella noche ni el fariseo ni el publicano pudieron dormir, de la preocupación.
Amaneció el tercer día. El tercer día es a veces el decisivo. El fariseo y el publicano ya se habían hecho amigos, y subieron juntos al Templo, conversando. Se quedaron los dos a una prudente distancia y, sin alzar demasiado la vista, dijeron a coro: “Oh Dios, explícanos de una vez que es lo que hace y que es lo que impide que uno quede justificado”.
Entonces el Señor les respondió: “Lo que impide quedar justificado es dedicarse a catalogar a los demás dividiéndolos en fariseos y publicanos. Lo que justifica es que, habiendo descubierto que tienes dentro de ti un fariseo y a la vez un publicano, estrangules al fariseo para dejar que yo pueda convertir y salvar al publicano".
El fariseo ya casi lo había entendido, pero aún se atrevió a hacer una última pregunta: “Así, pues, para estar yo seguro…”. Pero el Señor lo atajó diciéndole: “Hijo mío, esto es precisamente lo que has de evitar: estar seguro de ti mismo”.
Aquella noche el fariseo y el publicano tenían mucho sueño y durmieron de un tirón, como niños.
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