Comentario por M. Dolors Gaja, MN
Lucas insiste a lo largo de todo el evangelio en la necesidad de orar. Y en este relato se nos dice, además, cómo debemos orar, qué actitud es precisa para orar de verdad.
Tradicionalmente se llama a este fragmento “parábola del fariseo y el publicano”; no obstante, no se trata de una parábola (una realidad de la tierra que nos habla de una del cielo) sino de un “relato ejemplar”. En los relatos ejemplares se suelen presentar parejas opuestas (bueno-malo) y los rasgos se exageran para poner de relieve el mensaje. Es lo que hace Jesús.
La intención
Jesús es Maestro por excelencia. Tiene un mensaje claro pero sabe adaptarlo al público que tiene delante. Y en este momento habla a un grupo que se tiene por justo, por santo, por recto... Y como consecuencia inmediata de tanta seguridad, ese grupo desprecia a todos los que no piensan como ellos, los que no hacen como ellos, los que no son como ellos. Se han convertidos en poseedores de la verdad. Y a mí me recuerda que esa corriente también existe en la Iglesia, que hay grupos potentes “más papistas que el Papa”, y gente que siempre tiene una receta para todo. Leamos esta “parábola” identificándonos con el fariseo.
El fariseo
Cumplidor de la Ley hasta el extremo sube al Templo a orar. Pero su mirada no se dirige a Dios sino a él mismo: da gracias por no ser como el otro, los otros, da gracias por todo lo que hace.
Repito que Jesús exagera y Lucas incluso subraya maliciosamente que oraba “de pie” cuando en el mundo judío es una postura normal. Pero Lucas lo subraya porque lo que estaba erguido era el corazón.
Quizá no nos identificamos mucho con el fariseo porque la exageración parece que no va con nosotros. Pero atendamos la mirada y preguntémonos si cuando oramos nuestro corazón se centra en Dios o si es un momento para hablar – y sólo hablar – de mis problemas, mis deseos, mis miedos, mis éxitos, mis buenos propósitos, mi vocación, mi matrimonio…mi…mi…
El fariseo es un nuevo Narciso que no alaba a Dios porque ya se alaba a sí mismo. Y no olvidemos que nuestra sociedad fomenta el narcisismo, así que alerta. Por otra parte, el fariseo parece entender que la bondad o santidad dependen del cumplimiento de una serie de leyes y eso le aleja de Dios.
No es, desde luego, “el bueno”. Usurero, injusto, ladrón (encima parece que era adúltero pues lo más seguro es que el fariseo supiera la vida y milagros del publicano), todo lo que dice el fariseo era lo habitual en los publicanos. Además eran colaboracionistas romanos, traidores a la patria etc etc.
Pero la gran diferencia es que el publicano tiene conciencia de su pecado. Y “conoce” lo suficiente a Dios como para pedirle que se compadezca de Él. Su inteligencia emocional, diríamos hoy, es bastante más sana que la del fariseo. Este publicano sabe cómo es él y cómo es Dios; el fariseo ni se conoce a sí mismo ni conoce a Dios. Es por tanto incapaz de orar. En cambio el publicano es apto para orar porque parte de su realidad…y no se preocupa de los otros. Conocerse a sí mismo es el principio de toda sabiduría. Si el publicano es elogiado no lo es, desde luego, por el mal que hace, pero sí por su capacidad de reconocerlo y sentir dolor por ello.
Me temo que estamos formando muchos fariseos. Queriendo privar a los niños de un sentimiento de culpa (que puede ser muy sano) los hemos casi convencido de que todo está bien. A lo sumo, cometen errores. Son muchas las personas – niños y adultos – que no saben de qué confesarse. Si es así, uno mismo se coloca en el lugar del fariseo. La Palabra de Dios es tajante en ese sentido. Ante Dios uno sólo puede sentirse pecador…y pecador amado. Los cristianos no somos otra cosa que pecadores con vocación de santos.
El evangelio termina con una sentencia que recuerda el Magnificat de María: “Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. María y este publicano coincidían. ¿Coincido yo y tengo esa misma relación con Dios?
El fariseo es un nuevo Narciso que no alaba a Dios porque ya se alaba a sí mismo. Y no olvidemos que nuestra sociedad fomenta el narcisismo, así que alerta. Por otra parte, el fariseo parece entender que la bondad o santidad dependen del cumplimiento de una serie de leyes y eso le aleja de Dios.
El publicano
No es, desde luego, “el bueno”. Usurero, injusto, ladrón (encima parece que era adúltero pues lo más seguro es que el fariseo supiera la vida y milagros del publicano), todo lo que dice el fariseo era lo habitual en los publicanos. Además eran colaboracionistas romanos, traidores a la patria etc etc.
Pero la gran diferencia es que el publicano tiene conciencia de su pecado. Y “conoce” lo suficiente a Dios como para pedirle que se compadezca de Él. Su inteligencia emocional, diríamos hoy, es bastante más sana que la del fariseo. Este publicano sabe cómo es él y cómo es Dios; el fariseo ni se conoce a sí mismo ni conoce a Dios. Es por tanto incapaz de orar. En cambio el publicano es apto para orar porque parte de su realidad…y no se preocupa de los otros. Conocerse a sí mismo es el principio de toda sabiduría. Si el publicano es elogiado no lo es, desde luego, por el mal que hace, pero sí por su capacidad de reconocerlo y sentir dolor por ello.
Me temo que estamos formando muchos fariseos. Queriendo privar a los niños de un sentimiento de culpa (que puede ser muy sano) los hemos casi convencido de que todo está bien. A lo sumo, cometen errores. Son muchas las personas – niños y adultos – que no saben de qué confesarse. Si es así, uno mismo se coloca en el lugar del fariseo. La Palabra de Dios es tajante en ese sentido. Ante Dios uno sólo puede sentirse pecador…y pecador amado. Los cristianos no somos otra cosa que pecadores con vocación de santos.
El evangelio termina con una sentencia que recuerda el Magnificat de María: “Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. María y este publicano coincidían. ¿Coincido yo y tengo esa misma relación con Dios?
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