Aunque desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la encarnación del Hijo de Dios, «venido en la carne» (Cf. 1Jn 4,2-3; 2Jn 7), las primeras herejías negaron la humanidad verdadera de la encarnación de Dios.
El docetismo del griego dokein (= parecer) reducía la encarnación de Dios a una mera apariencia, un mero parecer humano de Cristo. Su cuerpo no sería un cuerpo real sino una apariencia de cuerpo. Ésta visión brota de una concepción pesimista de la carne y de la materia propia del gnosticismo, del cual proviene esta herejía.
Los gnósticos oponían el espíritu, al que consideraban como un principio bueno y puro, a la materia, a la que consideraban como su opuesto; en esta lógica, el proceso de salvación de la humanidad consistía en una progresiva purificación de todo lo que fuera materia para hacerse espíritu puro. Así, Dios no se podía manchar para nada haciéndose carne o teniendo materia en su ser.
En el Evangelio del Apóstol San Juan aparece claramente la verdad de la encarnación negada por los docetas gnósticos:
«Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros», 1Jn 1,13-14.
De igual manera en las Cartas de San Juan denuncian y censuran con claridad estos errores:
«Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; ese es el del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo», (1Jn 4,2-3).
«Muchos seductores han salido al mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Ese es el Seductor y el Anticristo», (2Jn 7)
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