Las Confesiones, uno de los libros más influyentes de la historia universal. Nadie hasta entonces se había sentido obligado a dar cuenta de su vida para presentarla ante la comunidad creyente. Agustín se sintió obligado a hacerlo, pues su vida anterior y su conversión eran hechos públicos, conocidos por gran cantidad de personas en la iglesia y en la sociedad civil; y así lo hizo tras haber sido consagrado obispo (el año 395), para presentar ante todos su vida anterior en forma de oración ante Dios, de reconocimiento personal de su pasado y de presentación de su vida ante aquellos que quisieran conocerle.
Se trata ciertamente de un libro de oración donde confiesa la grandeza de Dios. También es una obra de examen personal en la que se atreve a reconciliarse consigo mismo. Evidentemente, es un hombre sincero y así, con toda sinceridad, presenta en público el desarrollo de su vida hasta la conversión.
Escribió esta obra en tres años (del 397 al 400), pasados casi catorce desde su conversión y lo hizo como obispo para exponer su vida ante aquellos que quisieran conocerla. Suele decirse que Agustín confiesa en esta obra sus grandísimos pecados, pero desde una perspectiva actual los pecados no son tales o, por lo menos, no son tan terribles, de manera que podemos llamarles errores de juventud, pasiones de crecimiento, libertades sexuales… Sin embargo, nos parece muy importante el tema de su relación afectiva con una mujer de condición social inferior con la que se había casado y con la que tiene y educa un hijo al que interpreta como “dado por Dios” (le llama Adeodato). Según el derecho romano, se trataba de un verdadero matrimonio, aunque temporal, hasta el momento en que Agustín encontrara una mujer superior con la que pudiera casarse en matrimonio entre iguales.
Los doce largos años de convivencia de Agustín con esa mujer resultan fundamentales para interpretar su vida y su conversión, su experiencia filosófica y su forma de entender el cristianismo. Lógicamente, hoy no podemos proyectar sobre Agustín nuestra visión de las relaciones afectivas y personales, pero, en línea de Evangelio, podríamos esperar que tras convertirse al cristianismo hubiera formalizado su relación con aquella mujer, sin abandonarla, para buscar otra de condición más alta (como quería su madre, Mónica) o para quedar célibe, entre un grupo de amigos célibes (como él decidirá de hecho).
Desde nuestra perspectiva, el verdadero “pecado” de Agustín no fueron sus posibles devaneos de adolescencia, ni sus iniciaciones sexuales más o menos furtivas, ni mucho menos su matrimonio de más de doce años con la madre de su hijo, sino el hecho de abandonarla después, pues él la había querido y ella le entregó su vida, marchándose cuando él se lo exigió, sin pedirle nada a cambio (ni siquiera a su hijo), como el mismo Agustín confiesa:
«Mientras tanto, mis pecados se multiplicaban. Cuando se retiró de mi lado aquella mujer con la cual acostumbraba dormir y a la cual estaba yo profundamente apegado, mi corazón quedó hecho trizas y chorreando sangre. Ella había regresado a África no sin antes hacerte el voto de no conocer a ningún otro hombre y dejándome un hijo natural que de mí había concebido. Y yo, infeliz, no siendo capaz de imitar a esta mujer e impaciente de la dilación, pues tenía que esperar dos años para poderme casar con la esposa prometida y, no siendo amante del matrimonio mismo, sino sólo esclavo de la sensualidad, me procuré otra mujer. No como esposa ciertamente, sino para fomentar y prolongar la enfermedad de mi alma, sirviéndome de sostén en mi mala costumbre mientras llegaba el deseado matrimonio. Pero con esta mujer no se curaba la herida causada por la separación de la primera; sino que pasada la fiebre del primero y acerbo sufrimiento, la herida se enconaba, más me dolía. Y este dolor era un dolor seco y desesperado» (Confesiones 6, 15).
Éste es, a nuestro juicio, el “pecado” más grave, del que Agustín ni siquiera se confiesa. Ésta fue la voluntad de su madre Mónica, que quiso que él abandonara a su mujer anterior, para casarse con una de posición más elevada… Éste fue el error de Agustín que no supo comprender el daño que hacía a su mujer. Fue un yerro de omisión evangélica y humana, el único pecado grave de Agustín que por vivir un amor presuntamente más alto expulsó a la mujer con la que había convivido doce años…
Ciertamente, era un hombre de lucidez extraordinaria, uno de los más lucidos y sinceros de la historia del cristianismo occidental. Pero estuvo ciego ante algo que, a nuestro juicio, resulta muy importante: no descubrió el valor personal de la mujer con la que se había casado aunque fuera en un matrimonio entre desiguales. Jurídicamente, según el derecho romano, él tenía el derecho de expulsar a su mujer pero el cristianismo debería haberle capacitado para actuar de otra manera (y precisamente por su visión del cristianismo la expulsó).
Tras su conversión, Agustín pensó que la mejor manera de responder a la llamada de Dios era vivir en celibato, dedicado al cultivo de los “valores superiores”, alejado de los “peligros de la carne”, y así lo hizo, marcando con su opción y con su teología de alejamiento sexual gran parte de la historia posterior del cristianismo en occidente.
Había otra respuesta que Agustín no quiso o no pudo ver (quizá influido por el maniqueísmo anterior y por un tipo de idealismo espiritualista griego contrario a la “carne”). Esa respuesta, que en aquel tiempo era muy posible (Agustín podía haber sido obispo y casado), habría marcado de un modo distinto el pensamiento cristiano.
Autor: Xavier Pikaza
Se trata ciertamente de un libro de oración donde confiesa la grandeza de Dios. También es una obra de examen personal en la que se atreve a reconciliarse consigo mismo. Evidentemente, es un hombre sincero y así, con toda sinceridad, presenta en público el desarrollo de su vida hasta la conversión.
Escribió esta obra en tres años (del 397 al 400), pasados casi catorce desde su conversión y lo hizo como obispo para exponer su vida ante aquellos que quisieran conocerla. Suele decirse que Agustín confiesa en esta obra sus grandísimos pecados, pero desde una perspectiva actual los pecados no son tales o, por lo menos, no son tan terribles, de manera que podemos llamarles errores de juventud, pasiones de crecimiento, libertades sexuales… Sin embargo, nos parece muy importante el tema de su relación afectiva con una mujer de condición social inferior con la que se había casado y con la que tiene y educa un hijo al que interpreta como “dado por Dios” (le llama Adeodato). Según el derecho romano, se trataba de un verdadero matrimonio, aunque temporal, hasta el momento en que Agustín encontrara una mujer superior con la que pudiera casarse en matrimonio entre iguales.
Los doce largos años de convivencia de Agustín con esa mujer resultan fundamentales para interpretar su vida y su conversión, su experiencia filosófica y su forma de entender el cristianismo. Lógicamente, hoy no podemos proyectar sobre Agustín nuestra visión de las relaciones afectivas y personales, pero, en línea de Evangelio, podríamos esperar que tras convertirse al cristianismo hubiera formalizado su relación con aquella mujer, sin abandonarla, para buscar otra de condición más alta (como quería su madre, Mónica) o para quedar célibe, entre un grupo de amigos célibes (como él decidirá de hecho).
Desde nuestra perspectiva, el verdadero “pecado” de Agustín no fueron sus posibles devaneos de adolescencia, ni sus iniciaciones sexuales más o menos furtivas, ni mucho menos su matrimonio de más de doce años con la madre de su hijo, sino el hecho de abandonarla después, pues él la había querido y ella le entregó su vida, marchándose cuando él se lo exigió, sin pedirle nada a cambio (ni siquiera a su hijo), como el mismo Agustín confiesa:
«Mientras tanto, mis pecados se multiplicaban. Cuando se retiró de mi lado aquella mujer con la cual acostumbraba dormir y a la cual estaba yo profundamente apegado, mi corazón quedó hecho trizas y chorreando sangre. Ella había regresado a África no sin antes hacerte el voto de no conocer a ningún otro hombre y dejándome un hijo natural que de mí había concebido. Y yo, infeliz, no siendo capaz de imitar a esta mujer e impaciente de la dilación, pues tenía que esperar dos años para poderme casar con la esposa prometida y, no siendo amante del matrimonio mismo, sino sólo esclavo de la sensualidad, me procuré otra mujer. No como esposa ciertamente, sino para fomentar y prolongar la enfermedad de mi alma, sirviéndome de sostén en mi mala costumbre mientras llegaba el deseado matrimonio. Pero con esta mujer no se curaba la herida causada por la separación de la primera; sino que pasada la fiebre del primero y acerbo sufrimiento, la herida se enconaba, más me dolía. Y este dolor era un dolor seco y desesperado» (Confesiones 6, 15).
Éste es, a nuestro juicio, el “pecado” más grave, del que Agustín ni siquiera se confiesa. Ésta fue la voluntad de su madre Mónica, que quiso que él abandonara a su mujer anterior, para casarse con una de posición más elevada… Éste fue el error de Agustín que no supo comprender el daño que hacía a su mujer. Fue un yerro de omisión evangélica y humana, el único pecado grave de Agustín que por vivir un amor presuntamente más alto expulsó a la mujer con la que había convivido doce años…
Ciertamente, era un hombre de lucidez extraordinaria, uno de los más lucidos y sinceros de la historia del cristianismo occidental. Pero estuvo ciego ante algo que, a nuestro juicio, resulta muy importante: no descubrió el valor personal de la mujer con la que se había casado aunque fuera en un matrimonio entre desiguales. Jurídicamente, según el derecho romano, él tenía el derecho de expulsar a su mujer pero el cristianismo debería haberle capacitado para actuar de otra manera (y precisamente por su visión del cristianismo la expulsó).
Tras su conversión, Agustín pensó que la mejor manera de responder a la llamada de Dios era vivir en celibato, dedicado al cultivo de los “valores superiores”, alejado de los “peligros de la carne”, y así lo hizo, marcando con su opción y con su teología de alejamiento sexual gran parte de la historia posterior del cristianismo en occidente.
Había otra respuesta que Agustín no quiso o no pudo ver (quizá influido por el maniqueísmo anterior y por un tipo de idealismo espiritualista griego contrario a la “carne”). Esa respuesta, que en aquel tiempo era muy posible (Agustín podía haber sido obispo y casado), habría marcado de un modo distinto el pensamiento cristiano.
Autor: Xavier Pikaza
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