Las festividades judías son una forma de catequizar a la comunidad, de enseñarle su historia. Y éstas no sólo apuntan a recordar hechos del pasado o a nutrir el presente, sino que a la vez son signos que son llevados a su plenitud en los tiempos mesiánicos.
Esto lo que veremos en este artículo con la fiesta de Pentecostés, que refleja de formas cómo Jesús no vino a abolir ni la ley ni los profetas, sino a llevarlas a su plenitud.
La festividad de Pentecostés existía antes de la venida del Espíritu Santo a los apóstoles. Lo leemos en los Hechos de los Apóstoles y quizás, sin conocer el judaísmo, este dato pasa desapercibido:
"Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua” (Hechos 2,1-6).
La fiesta de Shavuot
El relato dice que estaban todos reunidos en Jerusalén, de todas las naciones. Y estaban allí precisamente porque estaban celebrando mediante una peregrinación al Templo, la fiesta de Shavuot (Pentecostés).
El nombre de esta festividad, Shavuot, viene de la palabra Shavuá, que quiere decir “semana”. Sería la fiesta de las semanas, ya que se celebra 7 semanas después de la Pascua Judía. Estas 7 semanas se comienzan a contar al día siguiente de la Pascua, de modo que son 50 días después. Y por eso se la designa como pentecostés (proveniente del griego πεντηκοστ [pentecosté], que significa ‘quincuagésimo’).
Esta fiesta tiene varios significados. Uno de ellos es agrícola: corresponde a la época del año en la cual en Israel se recogen los primeros frutos. Y éstos eran consagrados al Templo de Jerusalén como símbolo de agradecimiento a Dios y demostración de confianza en su providencia. Es por esto que la festividad también es llamada la Fiesta de las Primicias. (El libro de Levítico 23,9-32 y el Deuteronomio 16,9-12 relatan la instauración de la festividad y el modo en que debía celebrarse la ceremonia.)
Otro de sus significados es que se conmemora la entrega de la Torá (Las Tablas de la Ley) por parte de Dios a Moisés, en el Monte Sinaí. Y a partir de ese evento se sella la alianza de Dios con su pueblo: “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo” (Éx 6,7)
De este intercambio de juramentos viene otro de los significados que se le atribuye a esta festividad, Shvuot (Shvuá quiere decir juramento en hebreo). Uno de los juramentos fue el del pueblo de Israel de cumplir con los mandatos de la Torá y el otro fue el de Dios, quien al dar la Torá al pueblo de Israel juró que iba a ser su pueblo elegido y no iba a cambiarlo nunca. No importa lo que nosotros hagamos, el juramento de Dios nos unió más allá de todo. Es una alianza, no un contrato. Dios no cambia su promesa, a pesar de que nosotros no cumplamos lo que prometemos.
Y esto se ve claramente demostrado sólo 40 días después, cuando el pueblo de Israel cae en la idolatría construyendo el becerro de oro y rompiendo el propio juramento que ellos hicieron días atrás. Sin embargo, Dios no los abandonó jamás.
La ley y la Gracia
¿Por qué ocurrió esto y todas las traiciones e incumplimientos de esta alianza por parte del pueblo de Israel, a lo largo de toda la historia de la salvación?
Un acercamiento al tema tiene la siguiente propuesta: la primera ley no se podía cumplir sin la gracia de Dios, sin el Espíritu Santo que Dios envía en Pentecostés.Y quizás podemos preguntarnos: ¿Cómo es esto posible? ¿Por qué Dios nos va a dar una ley que no podamos cumplir? ¿Acaso está jugando con nosotros? ¿O hay en realidad un significado mucho más profundo que quiere enseñarnos? Claro que sí. Dios no quiere que seamos soberbios y pensemos que por nuestra cuenta todo lo podemos. Quiere que lo busquemos, que pidamos su ayuda, que busquemos su participación en nuestra historia.
Los israelitas sí querían cumplir la ley, porque el amor a Dios siempre fue grande por parte de este pueblo, pero no podían hacerlo, no tenían la capacidad de cumplirla sin el espíritu. Pero no se daban cuenta que lo necesitaban y por eso no lo pedían: “Ustedes no tienen, porque no piden” (Santiago 4,2). La ley fue dada para que busquemos la gracia de cumplirla.
En el Antiguo Testamento, la ley fue dada, escrita en piedra. Una piedra tan dura “como la dureza de nuestros corazones” (Mt 19,8). En cambio, bajo la nueva alianza que vino a traer Jesús, la ley fue escrita directo en nuestros corazones (Jeremías 31) con el “espíritu de Dios”. Como bien lo describe San Pablo: “Evidentemente ustedes son una carta que Cristo escribió por intermedio nuestro, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones” (2 Co 3,3).
Y esto se dio a la vez para que podamos, con esta gracia, cumplir la ley que fue dada en primera instancia, y que aún sigue vigente. Porque Jesús no vino a abolir ni una i ni una coma de ella (Mt 5, 17).
Jeremías y Ezequiel
Las profecías de Jeremías y Ezequiel son muy claras y realmente brillan si las analizamos a la luz de estos eventos. Comencemos por el profeta Jeremías:
"Llegarán los días –oráculo del Señor– en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque yo era su dueño –oráculo del Señor. Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo del Señor–: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo" (Jr 31,31-33).
Y Ezequiel dice lo siguiente, siglos antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, aunque parecería que está describiendo el evento como si lo estuviera viendo:
"Yo los tomaré de entre las naciones, los reuniré de entre todos los países y los llevaré a su propio suelo. Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados. Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que sigan mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes. Ustedes habitarán en la tierra que yo he dado a sus padres. Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios” (Eze 36,24-28).
Estos pasajes son claves para entender lo ocurrido con los apóstoles el día de Pentecostés. En esta nueva alianza, este nuevo éxodo, Dios no iba a darles simplemente la ley, sino Su Espíritu para que fueran capaces de cumplirla.
El evangelista Lucas
El evangelista Lucas ve esta relación que hay entre la ley dada a Moisés y la venida del Espíritu Santo. En su descripción de los hechos, se encuentran muchísimos paralelos entre lo ocurrido el día de la entrega de la ley en el Monte Sinaí y lo ocurrido en el día de Pentecostés. Vamos a mencionar sólo algunos, que a la vez son analizados por muchos de los padres de la Iglesia como San Jerónimo, San Atanasio y San Agustín, entre otros.
En el libro del Éxodo 19,16-19 leemos acerca de la teofanía en el Sinaí, que ocurre con un sonido fuerte: “Truenos y relámpagos, una densa nube cubrió la montaña y se oyó un fuerte sonido de trompeta”. En el capítulo 2 de Hechos, Lucas describe: “De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban.”
En el Éxodo, Dios descendió en forma de fuego: “La montaña del Sinaí estaba cubierta de humo, porque el Señor había bajado a ella en el fuego. El humo se elevaba como el de un horno, y toda la montaña temblaba violentamente”. En Hechos leemos: “Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos”.
Del mismo modo que “El Señor bajó a la montaña del Sinaí, a la cumbre de la montaña”, en Pentecostés Dios desciende al Monte Sión, donde estaba el cuarto en el que estaban reunidos los apóstoles, en forma de fuego.
Por último, Lucas nos cuenta que ese día “3.000 almas” se unieron a la comunidad cristiana luego de escuchar las palabras de Pedro. Y esto equilibra lo ocurrido en el Éxodo, cuando luego de haber adorado al becerro de oro, 3.000 personas mueren en manos de los Levitas (Ex 32,28) .
Estos signos externos apuntan a algo aún mucho más profundo. La primera ley dada era externa, la segunda interna y celestial. La primera humana, la otra divina, que nos da la capacidad de cumplir la primera. Y ya no por miedo a ser castigados si no lo hacemos, sino por amor: “La observancia de la ley ya no es la causa, sino el efecto de la justificación" (padre Raniero Cantalamessa).
A partir del día de Pentecostés nace la Iglesia, y ésta se vuelve el templo de Dios. Ya Dios no habita más en el Templo de Jerusalén. Ni siquiera el velo del Santo de los Santos, que separaba a Dios de los hombres, a lo sagrado de lo profano, está entero. Éste se ha quebrado y ahora la gloria de Dios habita en cada una de las personas que son receptoras del Espíritu Santo y capaces de actuar como templo del mismo, como “piedras vivas del templo” (1 Pe 2,5): “Porque nosotros somos el templo del Dios viviente, como lo dijo el mismo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos; seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (2 Co 6,16).
Y así como el pueblo de Israel necesitaba del Espíritu, de la gracia, para poder cumplir la ley y transmitirla, nosotros también lo necesitamos. Y para eso tenemos individualmente nuestro propio Pentecostés, que es el sacramento de la Confirmación, “a fin de que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y resucitó” (Plegaria Eucarística IV).
Autor: Luciana Rogowicz
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