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miércoles, 14 de febrero de 2018

Sobre el AYUNO


La palabra “ayuno” (acción de no comer) viene del latín “ieiunum”, que significa vacío.

Los occidentales de nuestros días, incluso cristianos, apenas aprecian el ayuno que consiste en privarse de todo alimento y bebida durante uno o varios días. Sí aprecian la moderación en el beber y el comer, pero el ayuno les parece peligroso para la salud y no ven su utilidad para la vida espiritual. Esta actitud es la opuesta de la que los historiadores de las religiones descubren en todas partes: por motivos de ascesis, de purificación, de luto, de súplica, ocupa el ayuno un puesto importante en los ritos religiosos.

En el Islam, por ejemplo, es el medio por excelencia de experimentar la trascendencia divina. La Biblia, en la que se funda en este punto la actitud de la Iglesia, coincide en este particular con todas las demás corrientes religiosas. Pero la Biblia precisa el sentido del ayuno y regula su práctica; con la oración y la limosna es para ella el ayuno uno de los actos esenciales que traducen delante de Dios la humildad, la esperanza y el amor del hombre.

1. Sentido del ayuno

De nada sirve una religión puramente espiritual: el alma tiene necesidad de los actos y de las actitudes del cuerpo. El ayuno, siempre acompañado de oración suplicante, sirve para traducir la humildad delante de Dios: ayunar Lev 16,31 equivale a «humillar su alma» 16,29.

El ayuno no es, pues, una hazaña ascética; no tiende a procurar algún estado de exaltación psicológica o religiosa. Tales utilizaciones se muestran en la historia de las religiones. Pero en el clima bíblico, cuando uno se abstiene de comer un día entero (Jue 20,23; 2Sa 12,16s; Jon 3,7) siendo así que considera el alimento como don de Dios (Dt 8,3), esta privación es un gesto religioso, cuyos motivos hay que comprender.

El que ayuna se vuelve hacia el Señor (Dan 9,3; Esd 8,21) en una actitud de dependencia y de abandono totales: antes de emprender un quehacer difícil (Jue 20,26; Est 4,16) como también para implorar el perdón de una culpa (1Re 21,27), en señal de luto por una desgracia doméstica (2Sa 12,16.22) o nacional (1Sa 7,6; 2Sa 1,12; Bar 1,5; Zac 8,19) para obtener la cesación de una calamidad (Jl 2,12-17; Jdt 4,9-13) abrirse a la luz divina (Dan 10,12), aguardar la gracia necesaria para el cumplimiento de una misión (Act 13,2s), prepararse al encuentro con Dios (Ex 34,28; Dan 9,3).

Las ocasiones y los motivos son variados. Pero en todos los casos se trata de situarse con fe en una actitud de humildad para acoger la acción de Dios y ponerse en su presencia. Esta intención profunda descubre el sentido de las cuarentenas pasadas sin alimento por Moisés (Ex 34,28) y Elías (1Re 19,8).

En cuanto a la cuarentena de Jesús en el desierto, que se rige conforme a este doble patrón, no tiene por objeto abrirse al Espíritu de Dios, puesto que Jesús está lleno de él (Lc 4,1); si el Espíritu le mueve a este ayuno, es para que inaugure su misión mesiánica con un acto de abandono confiado en su padre Mt 4,1-4.

2. Práctica del ayuno

La liturgia judía conocía un «gran ayuno» el día de la expiación (Act 27,9); su práctica era condición de pertenencia al pueblo de Dios (Lev 23,29). Había también otros ayunos colectivos en los aniversarios de las desgracias nacionales. Además, los judíos piadosos ayunaban por devoción personal (Lc 2,37); así los discípulos de Juan Bautista y los fariseos (Mc 2,18), algunos de los cuales ayunaban dos veces por semana (Lc 18,12). Se trataba de realizar uno de los elementos de la justicia definida por la ley y por los profetas.

Si Jesús no prescribe nada semejante a sus discípulos (Mc 2,18), no es que desprecie tal justicia o que quiera abolirla sino que viene a cumplirla o consumarla, por lo cual prohibe hacer alarde de ella y en algunos puntos invita a superarla (Mt 5,17.20 6,1).

En efecto, la práctica del ayuno lleva consigo ciertos riesgos: riesgo de formalismo, que denuncian ya los profetas (Am 5,21; Jer 14,12); riesgo de soberbia y de ostentación, si se ayuna «para ser visto por los hombres» (Mt 6,16). Para que el ayuno agrade a Dios debe ir unido con el amor del prójimo y comportar una búsqueda de la verdadera justicia (Is 58,2-11); es tan inseparable de la limosna como la oración.

Finalmente, hay que ayunar por amor de Dios (Zac 7,5). Así invita Jesús a hacerlo con perfecta discreción: este ayuno, conocido de Dios solo, será la pura expresión de la esperanza en él, un ayuno humilde que abrirá el corazón a la justicia interior, obra del Padre que ve y actúa en lo secreto (Mt 6,17s).

La Iglesia apostólica conserva en materia de ayuno las costumbres de los judíos, practicadas en el espíritu definido por Jesús. Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones cultuales acompañadas de ayuno y oración (Act 13,2ss; 14,22).

Pablo no se contenta con sufrir hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos ayunos (2Cor 6,5 11,27). La Iglesia ha permanecido fiel a esta tradición procurando mediante la práctica del ayuno poner a los fieles en una actitud de abertura total a la gracia del Señor en espera de su retorno. Porque si la primera venida de Jesús colmó la expectativa de Israel, el tiempo que sigue a su resurrección no es el de la alegría total, en el que no sientan bien los actos de penitencia.

Jesús mismo, defendiendo contra los fariseos a sus discípulos que no ayunaban, dijo: «¿Pueden ayunar los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el esposo: en esos dias ayunarán» (Mc 2,19s).

El verdadero ayuno es, pues, el de la fe, la privación de la visión del Amado y su búsqueda permanente. En espera del retorno del esposo, el ayuno penitencial entra dentro de las prácticas de la Iglesia.

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