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miércoles, 9 de agosto de 2017

Mateo 15,21-28: La fe de la cananea

Mateo 15,21-28  

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: "Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo." Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: "Atiéndela, que viene detrás gritando." Él les contestó: "Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel." Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: "Señor, socórreme." Él le contestó: "No está bien echar a los perros el pan de los hijos." Pero ella repuso: "Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos." Jesús le respondió: "Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas." En aquel momento quedó curada su hija.

— Comentario por Reflexiones Católicas  
“La fe de la cananea”

En el evangelio según San Mateo emerge con una particular insistencia el tema de la salvación universal y en él aparecen varias veces las expresiones de gran estima pronunciadas por Jesús respecto a los paganos llamados a la fe (cf. Mt 8,5-13; 11,21). Sin embargo, la salvación de los “gentiles” pasa históricamente, en el plan de Dios, por la elección de Israel.

Al leer el relato del milagro de la curación de la hija de una mujer cananea —pagana, por consiguiente— es preciso tener en cuenta un doble orden de consideraciones: por un lado, la tradición evangélica; por otro, la comunidad judeocristiana a la que iba dirigido el evangelio de San Mateo. Sus miembros se preguntaban, en efecto, si «el pan de los hijos» —la eucaristía— se podía distribuir también a los paganos convertidos.

La respuesta que ofrece el evangelista es clara: la condición para entrar en el Reino es la fe auténtica, que no retrocede ante ninguna dificultad, según el modelo de la fe de Abrahán (cf. Rom 4,9-25). La mujer cananea, como el centurión (cf. Mt 8,10), arranca una alabanza de admiración de los labios de Cristo, precisamente por su confianza total.

La dureza inicial de las respuestas de Jesús constituye una «prueba» de la fe: la mujer acepta en su humildad y sin discusión el designio divino y reconoce la elección de Israel, pero en su pobreza continúa esperando que no se le niegue la salvación. Y así sucede de hecho; más aún, quedándose en el último sitio, se encuentra, en cierto modo, todavía más cerca del Salvador, “el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza y tomó la condición de esclavo” (Flp 2,6s).

Con su actitud humilde y su oración insistente, la mujer cananea da testimonio de tener hacia Jesús una consideración como no han demostrado tener los maestros de la ley, ni los habitantes de Nazaret, ni siquiera los discípulos. En efecto, aunque es pagana, le considera realmente como don del Padre ofrecido a todos, con tal de que lo acojan.

La figura de la mujer cananea nos habla a cada uno de muchos modos, según las distintas estaciones de la vida espiritual. No hay auténtica vida de fe que no deba confrontarse, antes o después, con el misterioso silencio de Dios, que parece no escuchar, sino incluso rechazar la oración más apesadumbrada.

Jesús mismo grita a su Padre desde lo alto de la cruz su dolor por la experiencia de abandono a la que está siendo sometido: «Desde el mediodía toda la región quedó sumida en tinieblas hasta las tres. Hacia las tres gritó Jesús con voz potente: “Elí, Elí. ¿lemá sabaktani?”, que quiere decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (Mt 27,46s; cf. Sal 21).

Sin embargo, estamos seguros de que Dios no es un padre sádico que se divierte haciendo sufrir a sus criaturas. Jesús mismo afirma que «el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren» (Mt 7,7). ¿Por qué, entonces, la duda en la respuesta? ¿Cuál es su sentido? No es posible establecer por qué ha elegido Dios este camino, pero sabemos que le gusta ser invocado durante tiempo, con insistencia, con perseverancia. Como una madre que goza al oír la voz de su hijo, así Dios, a través de la oración nos tiene junto a él, haciéndonos crecer en la comunión con él y en la caridad con los hermanos. En su momento no dejará de oírnos mucho más allá de lo que esperábamos, y la mejor prueba de que nos escucha será precisamente nuestra propia conversión. 

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