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domingo, 9 de julio de 2017

Mateo 11,25-30: Lo escondido a los sabios y revelado a los pequeños, por el P. Raniero Cantalamessa, OFM

Mateo 11,25-30 

11:25 En aquel tiempo, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
11:26 Sí, Padre, porque así lo has querido.
11:27 Todo me ha sido dado por mi Padre,   y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo   y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
11:28 Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
11:29 Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
11:30 Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".

— Comentario por el P. Raniero Cantalamessa 
“Lo escondido a los sabios y revelado a los pequeños”


El pasaje evangélico de este domingo, una de las páginas más intensas y profundas del Evangelio, se compone de tres partes: una oración ("Te alabo, Padre..."), una declaración sobre él mismo ("Todo me ha sido dado por mi Padre...") y una invitación ("Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados...").

Me limitaré a comentar el primer elemento, la oración, pues contiene una revelación de una importancia extraordinaria: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido".

El mejor comentario a estas palabras de Jesús lo presenta Pablo en la primera carta a los Corintios:

"¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios" (1 Cor 1,26-29).

Las palabras de Cristo y de Pablo arrojan una luz particular para el mundo de hoy. Es una situación que se repite. Los sabios y los inteligentes se quedan alejados de la fe, con frecuencia ven con pena a la muchedumbre de los creyentes que reza, que cree en los milagros. Aunque a decir verdad no son todos los doctos, y quizá ni siquiera la mayoría, pero ciertamente es la parte más influyente, que tiene a disposición los micrófonos más potentes, la chatting society, como se dice en inglés, la sociedad que tiene acceso a los grandes medios de comunicación.

Muchos de ellos son personas honestas y sumamente inteligentes y su posición se debe a la formación, al ambiente, a experiencias de vida, y no tanto a una resistencia ante la verdad. Por tanto, no se trata de emitir un juicio sobre estas personas con nombres y apellidos. Yo mismo conozco a algunas de ellas y les tengo una gran estima. Pero esto no debe impedirnos descubrir el núcleo del problema. La cerrazón a toda revelación de lo alto, y por tanto a la fe, no es causada por la inteligencia, sino por el orgullo. Un orgullo particular que consiste en el rechazo de toda dependencia y en la reivindicación de una autonomía absoluta por parte del pensador.

Se esconde tras la trinchera de la palabra mágica "razón", pero en realidad no es la famosa "razón pura", que lo exige, ni una razón "soberana", sino una razón esclava, con las alas recortadas.

Filósofos que no pueden ser acusados de falta de inteligencia o de capacidad dialéctica han escrito: "El acto supremo de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan" (Pascal).

Otro decía: "Hasta ahora siempre se ha dicho esto: 'Decir que no se puede comprender esto o lo otro no satisface a la ciencia que quiere comprender'. Este es el error. Hay que decir lo contrario: cuando la ciencia humana no quiere reconocer que hay algo que no puede comprender, o de manera más precisa, algo que con claridad puede 'comprender que no puede comprender', entonces todo queda trastocado. Por tanto, una tarea del conocimiento humano consiste en comprender que hay cosas que no puede comprender y descubrir cuáles son éstas" (Kierkegaard).

Lo que he dicho explica el motivo por el que el pensamiento moderno, después de Nietzsche, ha sustituido el valor de la verdad por el de la búsqueda de la verdad y, por tanto, de la sinceridad. En ocasiones, esta actitud se confunde con la humildad (¡hay que contentarse con el "pensamiento débil"!) y la actitud de quien cree en verdades absolutas se considera presunción, pero es un juicio muy superficial.

Mientras la persona está en búsqueda ella es la protagonista, dirige el juego. Una vez encontrada la verdad, la verdad tiene que subir al trono y el buscador debe inclinarse ante ella y esto, cuando se trata de la Verdad trascendente, cuesta el "sacrificio del intelecto".

En este panorama cultural cae como una provocación lo que dice Jesús en el Evangelio de Juan: "Yo soy la Verdad", así como lo que dice en la continuación del pasaje evangélico: "Nadie va al Padre sino por mí... Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré".

Pero es una invitación, no es un reproche y está dirigido también a los cansados de buscar sin encontrar nada, a quienes han pasado la vida atormentándose, dando coces cada vez contra la roca impenetrable del misterio.

El psicólogo C.G. Jung, en uno de sus libros, dice que todos los pacientes de una cierta edad a los que había atendido sufrían de algo que podía llamarse "ausencia de humildad" y no se curaban hasta que no lograban una actitud de respeto por una realidad mas grande que ellos, es decir, una actitud de humildad.

Jesús repite también a tantos inteligentes y sabios honestos que hay en el mundo de hoy su invitación llena de amor: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os daré ese alivio y esa paz que buscáis en vano en vuestros atormentados razonamientos.

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