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martes, 28 de marzo de 2017

Ezequiel 47,1-9.12: El agua que da la vida

Ezequiel 47,1-9.12

En aquellos días, el ángel me hizo volver a la entrada del templo. Del zaguán del templo manaba agua hacia levante -el templo miraba a levante-. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar. Me sacó por la puerta septentrional y me llevó a la puerta exterior que mira a levante. El agua iba corriendo por el lado derecho. El hombre que llevaba el cordel en la mano salió hacia levante. Midió mil codos y me hizo atravesar las aguas: ¡agua hasta los tobillos! Midió otros mil y me hizo cruzar las aguas: ¡agua hasta las rodillas! Midió otros mil y me hizo pasar: ¡agua hasta la cintura! Midió otros mil. Era un torrente que no pude cruzar, pues habían crecido las aguas y no se hacía pie; era un torrente que no se podía vadear. Me dijo entonces: "¿Has visto, hijo de Adán?" A la vuelta me condujo por la orilla del torrente. Al regresar, vi a la orilla del río una gran arboleda en sus dos márgenes. Me dijo: "Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida; y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas, quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente. A la vera del río, en sus dos riberas, crecerán toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales."

— Comentario por Reflexiones Católicas

En el evangelio de hoy, Jesús cura a un paralítico, cerca de la piscina. Es el tema del agua viva, agua que da la Vida. Escuchemos también esa revelación en la visión del profeta Ezequiel.

“En el curso de una visión recibida del Señor.
He aquí que debajo del umbral del templo, salía agua...”

No hay que tomar todos los detalles en sentido material; son imágenes simbólicas. Dios anuncia unos tiempos maravillosos: del Templo sale una fuente, cuyo curso crece hasta llegar a ser un torrente caudaloso.

Me sirvo de esa imagen del río que va creciendo para evocar las gracias que cada día irrumpen en abundancia sobre la humanidad... sobre mí...

Sin cesar, Dios vierte la abundancia de su vida en mí.
¿Qué atención presto? ¿Cómo respondo a ese don?
Efectivamente, a menudo no veo.
Haz que vea, Señor.

“Mira, a la orilla del torrente, a ambos lados,
había gran cantidad de árboles...
toda clase de árboles frutales,
cuyo follaje no se marchitará.
Todos los meses producirán frutos nuevos.”

Visión maravillosa. Es el comenzar de nuevo del paraíso terrestre: el desierto de Judá, al sur de Jerusalén se cubre «de árboles de la vida». No dan solamente «una» cosecha, sino «doce» cosechas... ¡una por mes!

Por contraste, no puedo dejar de pensar en los que sufren, en los que no tienen agua, ni frutos, en los que pasan toda su vida en la miseria. Realiza, Señor, tu promesa.

Esta agua desemboca en el «Mar Muerto» cuyas aguas quedan saneadas... así como las tierras en las que penetra, y la vida aparece por dondequiera que pase el torrente. Hay que haber visto el «Mar Muerto» y su paisaje desolado para captar la metamorfosis prometida. Las aguas de este mar, verdaderamente «muerto», tienen tal cantidad de sales, que ningún pez tiene vida en ellas y en sus alrededores también reina la muerte.

He aquí pues un «agua nueva» que tiene como un poder de resurrección: suscita seres vivos. Es un agua que da vida. Su signo actual es el bautismo. En el fondo, ¿por qué no creeríamos en esa fuerza divina? ¿Acaso, no sería Dios capaz de transformar el desierto de nuestros corazones en jardines florecientes de vida?

El agua, como principio de vida, es una imagen que se encuentra con frecuencia en los libros sagrados (por ejemplo, Jl 4,18 Zac 14,8; Is 35, etc.). No es de extrañar que Ezequiel use esta imagen al hablar de los efectos vivificantes que produce la presencia de la gloria del Señor en el templo.

Dado que la imagen del agua es tan frecuente, esta visión puede tener diversos puntos de referencia: las aguas de los cuatro ríos del paraíso (Gn 2,10-14); o los ríos y canales de Palestina (Guijón, Cedrón, etc.); o, tal vez, los mismos famosos canales de Babilonia, tantas veces contemplados por los desterrados.

El agua que sale del templo (hacia el oriente, quizá es la zona más árida) y que comienza siendo una fuente y un riachuelo, luego se hace un río caudaloso a pocos kilómetros de su nacimiento. Es decir, el poder vivificante se ha ido desarrollando ganando en fecundidad y en calidad. Su salubridad llega hasta curar todo lo que toca, incluido el Mar Muerto (v. 8), a que broten gran cantidad de árboles que producen toda clase de frutos y hasta una cosecha por mes; y en ella viven gran cantidad y variedad de peces. Todo por el hecho de brotar del templo, donde está la presencia del Señor, que fecunda al pueblo en continua fidelidad a la alianza (7). En definitiva, dar fecundidad, crear vida, es trabajar por la justicia, por el bienestar por el bien; el egoísmo, en cambio, crea muerte, crea aridez.

El agua de Ez 47 es prototipo de la de los últimos tiempos abiertos por Cristo:

«Quien tenga sed, que se acerque a mí y beba.
Quien crea en mí, ríos de agua viva brotarán de su entraña»
(Jn 7,37-38).

En él se ha cumplido esta profecía de Ezequiel; de él nos viene la gran efusión del Espíritu que simbolizaba el agua. Únicamente de él nos puede venir la fecundidad, la vida, a nivel personal y a nivel colectivo. Todo ha de pasar forzosamente a través de él. La única salvación, la única solución se encuentra en Cristo, según indicó Pedro al pueblo de Jerusalén: «La salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de él al que debamos invocar para salvarnos» (Hch 4,12).

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