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domingo, 15 de enero de 2017

Juan 1,29-34: La misión de la Iglesia es anunciar a Cristo como hizo Juan el Bautista, por el papa Francisco

Juan 1,29-34

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: "Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: "Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo." Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.” Y Juan dio testimonio diciendo: "He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo." Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios."

— Comentario por el papa Francisco
"La misión de la Iglesia es anunciar a Cristo 
en cada tiempo como hizo Juan el Bautista"

Al presidir el rezo del Ángelus, el papa Francisco recordó que la misión de la Iglesia es la de anunciar al mismo Cristo porque “Él es solo el que salva a su pueblo”.

“San Juan predica que el reino de los cielos está cerca, que el Mesías está por manifestarse y necesita prepararse, convertirse y comportarse con justicia y se pone a bautizar en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia”.

Lo primero que hace cuando deja la casa de Nazaret, cuando tiene 30 años, es este: "Desciende a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan”.

El Papa señaló que Juan “queda desconcertado porque el Mesías se ha manifestado de una manera impensable: en medio de pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple el diseño de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con la potencia de este mundo, sino como el Cordero de Dios que toma sobre sí y borra los pecados del mundo”.

“La Iglesia, en cada tiempo, está llamada a hacer eso que hizo Juan el Bautista”, aseguró. “Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, la cual no se anuncia a sí misma, sino a Cristo; no se lleva a sí misma, sino a Cristo. Porque es solo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libra y lo guía a la tierra de la vida y de la libertad”, concluyó.

Intervención completa del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas,

En el centro del Evangelio de hoy (Jn 1, 29-34) está la palabra de Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v. 29). Una palabra acompañada por la mirada y el gesto de la mano que le señalan a Él, Jesús.

Imaginamos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay mucha gente, hombres y mujeres de distintas edad, venidos allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de ese hombre que a muchos les recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría y les había reconducido a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

Juan predica que el reino de los cielos está cerca, que el Mesías va a manifestarse y es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; y se pone a bautizar en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (cfr Mt 3,1-6). Esta gente venía para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para comenzar de nuevo la vida. Juan sabe que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; de hecho Él llevará el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (cfr Jn 1,33).

Y el momento llega: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores –como todos nosotros–. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a los treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan.

Sabemos qué sucede –lo hemos celebrado el domingo pasado–: sobre Jesús baja el Espíritu Santo en forma de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cfr Mt 3,16-17). Es el signo de Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de una forma impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos.

Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su diseño de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma consigo y quita el pecado del mundo.

Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un numeroso círculo de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus nombres: Simón, llamado después Pedro, su hermano Andrés, Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores; todos galileos, como Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, ¿por qué nos hemos parado mucho en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota, es un hecho histórico decisivo. Es decisiva por nuestra fe; es decisiva también por la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan el Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Él es un el único Salvador, Él es el Señor, humilde, en medio de los pecadores. Pero es Él. Él, no es otro poderoso que viene. No no. Él.

Y estas son las palabras que nosotros sacerdotes repetimos cada día, durante la misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, la cual no se anuncia a sí misma. Ay, ay cuando la Iglesia se anuncia a sí misma. Pierde la brújula, no sabe dónde va. La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y solo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la vida y de la libertad.

La Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo.

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