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sábado, 11 de junio de 2016

Lucas 7,36-8,3: La invitación farisea y la misericordia, por D. Jesús Sanz Montes, OFM, Arzobispo de Oviedo

Lucas 7,36-8,3

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: "Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora."
Jesús tomó la palabra y le dijo:
— Simón, tengo algo que decirte.
Él respondió:
— Dímelo, maestro.
Jesús le dijo:
— Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?
Simón contesto:
— Supongo que aquel a quien le perdonó más.
Jesús le dijo:
— Has juzgado rectamente.
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón:
— ¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.
Y a ella le dijo:
— Tus pecados están perdonados.
Los demás convidados empezaron a decir entre sí:
— ¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?
Pero Jesús dijo a la mujer:
— Tu fe te ha salvado, vete en paz.
Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

— La invitación farisea y la misericordia, 
por Jesús Sanz Montes, OFM, Arzobispo de Oviedo

Salir en la foto es una de las cosas que a veces más se ve pasear por esos mundos del frívolo famoseo. No se tiene estima necesariamente de la persona con la que uno se quiere inmortalizar, ni se sitúa para aprender algo o para enmendar las cosas mejorables en la propia vida. Sólo se quiere aparentar.

Esto sucede también cuando se invita a comer a alguien, en ese signo de amistad común en todas las culturas. El Evangelio de hoy nos narra un episodio de un fariseo que rogaba a Jesús que fuera a su casa porque le quería invitar a comer, pero en el fondo sólo se invitó a sí mismo. Así fue.

Pero se coló una mujer conocida en la ciudad por sus pecados, y discretamente comenzó a llorar a los pies de Jesús, a besárselos y enjugarlos con los cabellos, a perfumarlos con el frasco de perfume que había traído. El fariseo viendo aquello, se puso a murmurar contra el maestro. Es decir, invitó a Jesús a comer como quien invita a una persona famosa, acaso para pavonearse de haber sido anfitrión del
afamado maestro que estaba en la boca de todos.

Es tremendo eso de esperar a Dios en los caminos que Él no frecuenta o empeñarse en enmendarle la plana cuando le vemos llegar por donde ni nos imaginamos. En esta entrañable escena, no obstante, lo más importante no era la desilusión defraudada del fariseo, sino la enseñanza de Jesús ante el comportamiento de aquella pobre mujer. Ella hizo lo que le faltó al fariseo en la más elemental cortesía oriental: acoger lavando los pies, secarlos y perfumarlos. Ella no lo hizo como gesto de educación refinada, pues no estaba en su casa ni era ella quien había invitado a Jesús, sino como gesto de conversión, como petición de perdón y como espera de misericordia.

Ciertamente el Señor respondería con creces: no banalizaría el pecado de la mujer, pero valoraría infinitamente más el perdón que con aquel gesto ella suplicaba. El fariseo sólo vio en ella el error, mientras que Jesús acertó a ver sobre todo el amor: a quien mucho ama, mucho se le perdona.

El fariseo y aquella mujer habían pecado, cada cual a su modo. El primero no lo reconoció mientras que ella supo pedir perdón, que es una forma de amor. La vida es como un banquete. En él podemos estar murmurando inútilmente los errores ajenos como el fariseo, o ser perdonados amorosamente como la mujer. Además de evitar los errores hemos de aprender a amar, creyendo que más grande que nuestra torpeza es la misericordia del Señor.

Podemos estar con Jesús utilizando su presencia para poner en valor la nuestra, o podemos acogernos a su gracia para dejarnos perdonar y poder volver a empezar de nuevo desde la invitación de su misericordia.

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