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martes, 10 de mayo de 2016

Juan 17,1-11a: Despedida de Jesús

Juan 17,1-11a

En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti."

— Comentario por Reflexiones Católicas
Despedida de Jesús

Las dos lecturas de hoy son emotivas. Se trata de la despedida de Jesús y de Pablo de sus discípulos, amigos y hermanos. Jesús tiene un claro presentimiento de que ha llegado “su hora”. Después del coloquio de la última cena en el que les ha dado una serie de consignas: “Amaos como yo os he amado", “no tengáis miedo”, “no os dejaré desamparados, os enviaré el Espíritu”, “yo soy el camino, la verdad y la vida”..., se dirige al Padre en una oración estremecida. Podemos imaginarnos el temblor de su voz y la luminosidad de sus ojos alzados a lo alto.

Desde san Cirilo (s. V) se ha calificado esta oración como sacerdotal. En ella, el Hijo se ofrece al Padre por la salvación de sus hermanos y resume el sentido de toda su vida. Es una oración que trasciende el tiempo y el espacio para alcanzar a los discípulos de todos los tiempos.

Pablo, en su viaje a Jerusalén, al no poder acercarse a Éfeso, llama a los presbíteros a Mileto para despedirse de ellos y, a través de ellos, de toda la comunidad. Cuando se encuentran reunidos les abre el corazón: “Sé que ninguno de vosotros me volverá a ver” y a continuación les da una serie de recomendaciones fraternales.

Tanto Jesús como Pablo dirigen a los suyos un “a Dios” en sentido original: “Os encomiendo a-Dios”. Los dos relatos tienen rasgos comunes. Los discursos son verdaderos testamentos espirituales; contienen los elementos que se encuentran en la mayoría de los discursos de despedida de grandes personajes bíblicos (Gn 49; 1 Sm 12,1-24; Tob 14,3-33; 1 M 2,44-69; Lc 22,24-38).

El discurso de Pablo a los ancianos de Éfeso (Hch 20,17-38) contiene también recomendaciones, memoria de las actividades pasadas, profecías y perspectivas sombrías para los que se quedan, insistencia en que éstos no olviden al ausente y fórmula de bendición final.

Los dos reflejan una oración de gratitud por la fidelidad vivida, por la misión cumplida, que, en el caso de Jesús, resumirá instantes antes de expirar con su solemne confesión: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Ora Jesús: “He coronado la obra que me encomendaste... He guardado en tu nombre a los que me diste”. 

Pablo, por su parte, al dirigirse a los presbíteros de Éfeso, les dice con emotiva sinceridad: “Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí he servido al Señor con toda humildad en las penas y pruebas que me han proporcionado los judíos. Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que he enseñado en público y en privado, insistiendo a los judíos y a los griegos a que se conviertan y crean en nuestro Señor Jesús... Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie”.

Estamos ante el testamento espiritual de Pablo, que refleja la imagen ideal del pastor cristiano, imagen de Jesús. Si supiéramos que llega la hora de nuestra partida de esta existencia terrena, ¿podríamos orar como Jesús o como Pablo? ¿Podríamos dar gracias por haber realizado, al menos en lo esencial, el proyecto de Dios sobre nosotros? ¿Qué podríamos ofrecer al Señor? ¿Qué hubiéramos querido haber hecho? ¿Cómo hubiéramos querido haber vivido? ¿Quiénes hubiéramos querido haber sido?

Pablo, como Jesús, confiesa a los presbíteros de Éfeso: “La vida para mí no cuenta al lado de completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo de la buena noticia, de la gracia de Dios” (Hch 20,24). A Timoteo, su discípulo más entrañable, le escribe: “Por lo que a mí toca, he competido en noble lucha, he corrido hasta la meta, me he mantenido fiel. Ahora ya me aguarda la corona merecida con la que el Señor, juez justo, me premiará el último día, y no sólo a mí" (2 Tm 4,6-8). 

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