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viernes, 4 de marzo de 2016

Salmo 81 (80): Un pueblo que no escucha

SALMO 81 (80)

— Comentario por Reflexiones Católicas  

Este salmo es un himno litúrgico de alabanza y bendición a Dios con motivo de la fiesta de las Tiendas. Israel celebra comunitariamente esta fiesta haciendo memoria de la presencia amorosa de Yavé en su caminar por el desierto, presencia que alcanza su culmen con la entrega de la ley en la teofanía del Sinaí.

El himno tiene dos bloques bien definidos. En el primero se evoca la Palabra que Yavé pronunció sobre Israel, esclavo del Faraón, y que tuvo la fuerza para arrancarlo de la opresión y conducirlo a la libertad: “He retirado la carga de sus hombros de la carga, y sus manos dejaron la espuerta. Clamaste en la opresión, y te libré».

El segundo bloque es una llamada a la conversión. El pueblo tiene conciencia de que la nueva esclavitud que pesa sobre él en Babilonia es debida a su reticencia a escuchar y obedecer a Yavé: «Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me quiso obedecer. Entonces los entregué a su corazón obstinado: ¡Que sigan sus propios caminos!».

A este respecto, es muy esclarecedora la oración que el profeta Daniel dirige a Yavé, encontrándose él mismo en el destierro. Entresacamos algunos extractos de la invocación del profeta que reflejan con intensidad el espíritu del salmo en lo que se refiere al oído cerrado de Israel. Los extractos que vamos a ver están sacados del capítulo nueve del libro del profeta Daniel.

Este es consciente de que Israel se ha vuelto de espalda a la palabra que Dios les había dirigido Por medio de sus patriarcas, jueces y profetas: «No hemos escuchado a tus siervos los profetas que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, a todo el pueblo de la tierra». Ha sido su torpeza de oído lo que ha sumido al pueblo e la vergüenza y humillación de estar sirviendo a una nación extranjera: «Yavé, a nosotros la vergüenza, a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, porque hemos pecado contra ti».

El punto más álgido y doloroso de la confesión del profeta es cuando llama al pueblo “desertor” y compara la actitud de no escuchar a Yavé con la deserción:

«No hemos escuchado la voz de Yavé nuestro Dios para seguir sus leyes, que él nos había dado por sus siervos los profetas. Todo Israel ha transgredido tu ley, ha desertado sin querer escuchar tu voz, y sobre nosotros han caído la maldición y la imprecación escritas en la ley de Moisés, siervo de Dios». No hay duda de que el Espíritu Santo, que suscita en el profeta una confesión tan cruda como sincera, suscita al mismo tiempo la confianza extrema de que la misericordia de Yavé es mayor que la desviación del pueblo. Por eso se atreve a suplicarle así: «Y ahora, Dios nuestro, escucha la oración de tu siervo y sus súplicas... No nos apoyamos en nuestras obras justas para derramar ante ti nuestras súplicas, sino en tus grandes misericordias ¡Señor, escucha! ¡Señor, perdona! ¡Señor, atiende y obra!».

Dios no puede resistirse a una súplica tan profunda y tierna al mismo tiempo; más aún cuando la súplica nace de la verdad: el de que el pueblo se ha puesto de espaldas a Dios. Pues bien, si el pueblo se ha puesto de espaldas, Él se pondrá de cara al hombre enviándole la Palabra hecha carne en el Señor Jesús. Ya no hay que buscar la Palabra en lo alto de los cielos. Está en medio de nosotros. La vida está entre nosotros, está a nuestro alcance.

No obstante, el problema radical del hombre sigue flotando en el aire: su desgana para escuchar a Dios. Se escuchan con agrado supuestos o reales mensajes de tal o cual aparición. Sean reales o no, no vienen directamente de Dios; sin embargo, son más dignos de crédito que lo que Dios nos ha hablado por medio de su Hijo. Se hacen peregrinaciones para ver qué contienen tales mensajes mientras que la Palabra que da vida eterna, cuyo precio fue la misma sangre de Dios, queda apartada como si fuera un trasto de poca importancia.

Este es el problema de muchos hombres de hoy: ir detrás de lo accesorio desplazando a Dios que está vivo en la Palabra. No es un problema nuevo. El príncipe del mal siempre ha tenido sus ardides para meter su mentira mezclándola con medias verdades.

A fin de cuentas, es el mismo problema que Jesús enfrentó con los judíos, incluidos los sacerdotes y doctores de la ley, en su predicación. Tan fuerte fue el enfrentamiento, que tuvo que decirles palabras fortísimas. Palabras que sirvieron para ellos en su tiempo, son válidas a lo largo de estos dos mil años y, por supuesto, hoy nos alcanzan a nosotros: «El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis porque no sois de Dios» (Jn 8,47). 

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