Juan 8,21-30
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
— Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros.
Y los judíos comentaban:
— ¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: Donde yo voy no podéis venir vosotros?
Y él continuaba:
— Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis por vuestros pecados: pues, si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados.
Ellos le decían:
— ¿Quién eres tú?
Jesús les contestó:
— Ante todo, eso mismo que os estoy diciendo. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me envió es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él.
Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre. Y entonces dijo Jesús:
— Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada.
Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él.
— Comentario por Reflexiones Católicas
La narración legendaria de la serpiente de bronce ha sido elaborada con el fin de justificar la presencia de este emblema en el templo de Jerusalén, en el que se conservó durante mucho tiempo, hasta que el rey Ezequías la hizo triturar con otras reliquias de los cultos paganos, con ocasión de la reforma religiosa (2 R 18), ya que se habían convertido en objetos de culto idolátrico.
La serpiente de bronce muestra los vestigios del culto idolátrico al dios de la salud, muy extendido en todo el Oriente Medio desde tiempos muy remotos. También los griegos daban culto al dios de la medicina, Esculapio o Asclepios, cuyo emblema era el caduceo o vara rodeada de dos serpientes.
Lo más importante en esta tradición bíblica es el significado simbólico que el mismo Jesús le da: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15).
Ciertamente, quien mire fijamente al Crucificado se curará de las mordeduras de tanta serpiente tentadora. Jesús crucificado y glorificado en su muerte es el resumen de todos los misterios, la clave de nuestra fe. Desde la cátedra de la cruz el gran Maestro nos da las grandes lecciones, no teóricas, sino prácticas. Por eso decía Pablo: “No conozco sino a Cristo, y a este crucificado” (1 Co 2,2).
Francisco de Asís mirando al Señor crucificado, se curó de la fiebre de sus pasiones mundanas y carnales. Teresa de Jesús, lo mismo que Pedro, no pudo sostener la mirada de Jesús en vivo o en un “ecce homo”. La contemplación de Jesús, remachado en la cruz, nos curará de nuestras tibiezas, de nuestro cristianismo convencional y formalista.
El Hijo crucificado es la prueba suprema del amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). “El que entregó a su Hijo por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo?” (Rm 8,32). Mirarle fijamente nos curará definitivamente de nuestras dudas sobre el amor del Padre a cada uno de nosotros. Nos convencerá de una vez para siempre de que “Dios es amor” (1 Jn 4,16), un amor que va más allá de solemnes declaraciones.
El Dios de Jesús no se manifiesta como un ser poderoso que aplasta, sino como un Dios cercano que, en la cruz, se deja aplastar (Rm 8,31-33). Su pasión y muerte es también un grito de amor del Hijo Jesús: “No hay mayor prueba de amor que dar la vida” (Jn 15,13). Pablo ha tenido la experiencia de que Jesús ha muerto por él (Gá 2,20-21). Provocado por este amor, exclama: “¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?”... Nadie ni nada podrá separarnos de ese amor (Rm 8,35-39).
Jesús, hecho jirones en la cruz, constituye la prueba suprema del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu. Las llagas del Crucificado son bocas que gritan su amor. Con esto está todo dicho. Jesús se hace entrega total; no se reserva ni una sola gota de su sangre.
Es preciso pedir con toda el alma la experiencia de la anchura, hondura y altura de su amor (Ef. 3,14-16). “Habiendo amado a los suyos (nosotros), los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Esta generosidad es una llamada a superar la mediocridad. No bastan pequeños gestos tranquilizadores que ocultan a veces grandes egoísmos. Jesús ama también a los que se carcajean de haberle remachado, por fin, en la cruz. Desde ella da una lección magistral de amor a los enemigos. No sólo los perdona, sino que los disculpa: “No saben lo que hacen” (Lc 23,34). Quien clave los ojos en él y recuerde su incansable perdón, se curará de las picaduras del odio, de los rencores y malquerencias: “Amad a vuestros enemigos” (Mt 5,44).
Jesús, desde su cátedra de la cruz, nos enseña que los sufrimientos vividos desde el amor y la paciencia cristiana son redentores, “completan su pasión” (Col 1,24). De este modo se convierten en dolores de parto que alumbran algo nuevo; ayudan a madurar, a ser comprensivos, purificados. Pablo recuerda: “Todo contribuye al bien de los que aman a Dios” (Rm 8,28). Sería insensato dejar que ese río fecundo se perdiera inútilmente en el mar cuando podría fecundar la tierra; y peor sería que se convirtiera en un torrente arrasador.
¿Cómo soporto mis cruces? Jesús crucificado da también una lección magistral de esperanza. La cruz no es lo definitivo. Es sólo un trampolín: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Él mismo exclama con absoluta confianza: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46).
Jesús revela que el sufrimiento no es, ni mucho menos, signo del abandono del Padre. También él tuvo esta sensación (Mt 27,46), pero la esperanza pudo mucho más en él. Por eso se arroja en las manos del Padre. Lo mismo podemos repetir nosotros, porque “si morimos con él, también reinaremos con él” (2 Tm 2,11).
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
— Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros.
Y los judíos comentaban:
— ¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: Donde yo voy no podéis venir vosotros?
Y él continuaba:
— Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis por vuestros pecados: pues, si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados.
Ellos le decían:
— ¿Quién eres tú?
Jesús les contestó:
— Ante todo, eso mismo que os estoy diciendo. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me envió es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él.
Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre. Y entonces dijo Jesús:
— Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada.
Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él.
— Comentario por Reflexiones Católicas
La narración legendaria de la serpiente de bronce ha sido elaborada con el fin de justificar la presencia de este emblema en el templo de Jerusalén, en el que se conservó durante mucho tiempo, hasta que el rey Ezequías la hizo triturar con otras reliquias de los cultos paganos, con ocasión de la reforma religiosa (2 R 18), ya que se habían convertido en objetos de culto idolátrico.
La serpiente de bronce muestra los vestigios del culto idolátrico al dios de la salud, muy extendido en todo el Oriente Medio desde tiempos muy remotos. También los griegos daban culto al dios de la medicina, Esculapio o Asclepios, cuyo emblema era el caduceo o vara rodeada de dos serpientes.
Lo más importante en esta tradición bíblica es el significado simbólico que el mismo Jesús le da: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15).
Ciertamente, quien mire fijamente al Crucificado se curará de las mordeduras de tanta serpiente tentadora. Jesús crucificado y glorificado en su muerte es el resumen de todos los misterios, la clave de nuestra fe. Desde la cátedra de la cruz el gran Maestro nos da las grandes lecciones, no teóricas, sino prácticas. Por eso decía Pablo: “No conozco sino a Cristo, y a este crucificado” (1 Co 2,2).
Francisco de Asís mirando al Señor crucificado, se curó de la fiebre de sus pasiones mundanas y carnales. Teresa de Jesús, lo mismo que Pedro, no pudo sostener la mirada de Jesús en vivo o en un “ecce homo”. La contemplación de Jesús, remachado en la cruz, nos curará de nuestras tibiezas, de nuestro cristianismo convencional y formalista.
El Hijo crucificado es la prueba suprema del amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). “El que entregó a su Hijo por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo?” (Rm 8,32). Mirarle fijamente nos curará definitivamente de nuestras dudas sobre el amor del Padre a cada uno de nosotros. Nos convencerá de una vez para siempre de que “Dios es amor” (1 Jn 4,16), un amor que va más allá de solemnes declaraciones.
El Dios de Jesús no se manifiesta como un ser poderoso que aplasta, sino como un Dios cercano que, en la cruz, se deja aplastar (Rm 8,31-33). Su pasión y muerte es también un grito de amor del Hijo Jesús: “No hay mayor prueba de amor que dar la vida” (Jn 15,13). Pablo ha tenido la experiencia de que Jesús ha muerto por él (Gá 2,20-21). Provocado por este amor, exclama: “¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?”... Nadie ni nada podrá separarnos de ese amor (Rm 8,35-39).
Jesús, hecho jirones en la cruz, constituye la prueba suprema del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu. Las llagas del Crucificado son bocas que gritan su amor. Con esto está todo dicho. Jesús se hace entrega total; no se reserva ni una sola gota de su sangre.
Es preciso pedir con toda el alma la experiencia de la anchura, hondura y altura de su amor (Ef. 3,14-16). “Habiendo amado a los suyos (nosotros), los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Esta generosidad es una llamada a superar la mediocridad. No bastan pequeños gestos tranquilizadores que ocultan a veces grandes egoísmos. Jesús ama también a los que se carcajean de haberle remachado, por fin, en la cruz. Desde ella da una lección magistral de amor a los enemigos. No sólo los perdona, sino que los disculpa: “No saben lo que hacen” (Lc 23,34). Quien clave los ojos en él y recuerde su incansable perdón, se curará de las picaduras del odio, de los rencores y malquerencias: “Amad a vuestros enemigos” (Mt 5,44).
Jesús, desde su cátedra de la cruz, nos enseña que los sufrimientos vividos desde el amor y la paciencia cristiana son redentores, “completan su pasión” (Col 1,24). De este modo se convierten en dolores de parto que alumbran algo nuevo; ayudan a madurar, a ser comprensivos, purificados. Pablo recuerda: “Todo contribuye al bien de los que aman a Dios” (Rm 8,28). Sería insensato dejar que ese río fecundo se perdiera inútilmente en el mar cuando podría fecundar la tierra; y peor sería que se convirtiera en un torrente arrasador.
¿Cómo soporto mis cruces? Jesús crucificado da también una lección magistral de esperanza. La cruz no es lo definitivo. Es sólo un trampolín: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Él mismo exclama con absoluta confianza: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46).
Jesús revela que el sufrimiento no es, ni mucho menos, signo del abandono del Padre. También él tuvo esta sensación (Mt 27,46), pero la esperanza pudo mucho más en él. Por eso se arroja en las manos del Padre. Lo mismo podemos repetir nosotros, porque “si morimos con él, también reinaremos con él” (2 Tm 2,11).
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