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sábado, 31 de octubre de 2015

Sobre la Madurez y la santidad; sobre el ego y el narcisismo, por Ron Rolheiser


René Descartes empezó preguntándose: ¿Cuál es la única cosa de la cual podemos estar ciertos? Su respuesta es su famoso dicho: "¡Pienso, luego existo!"  Posteriormente, lo que nos es más real es nuestra propia consciencia. Y es tan obsesivamente real que, hasta que podamos encontrar una madurez más allá de nuestros instintos naturales, nos encierra en una cierta prisión. ¿Qué prisión? Los psicólogos lo llaman narcisismo, una excesiva auto-preocupación que nos mantiene fijados en nosotros mismos.

Esta condición no es algo que puede ser borrado afirmando ostentosamente que pasamos del ego y somos altruistas. El ego y su hijo, el narcisismo, no desaparecen porque nos consideremos maduros y espirituales. Son incurables porque son una parte innata de nuestro modo de ser. Además, no tienen intención de marcharse, ni son, en sí mismos, un defecto moral. Nuestro "ego" es el centro de nuestra personalidad y todos necesitamos un fuerte ego para permanecer bien juntos, sanos, sanamente auto-protectores y capaces de dar de uno mismo a otros.

Normalmente la gente se sorprende cuando alguien sugiere que ciertas personas importantes y espirituales tienen fuertes egos. Por ejemplo, Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Teresa de Lisieux y Madre Teresa, aunque eran humildes tenían fuertes egos, a saber, tenían un claro sentido de su propia identidad, su propio talento y su propia importancia. Sin embargo, sabían también que sus personas y talentos naturales no nacían de ellos mismos ni estaban destinados a ellos. Tenían claro que la fuente de su talento era Dios y que sus dones no estaban proyectados para ellos mismos sino para otros. En eso radica la diferencia entre tener un fuerte ego y ser un egoísta. Un egoísta tiene un fuerte ego y puede estar agraciado con talento pero se considera el creador y el objetivo de ese don. Por el contrario, las grandes personas ("santos") tienen fuertes egos pero reconocen que su talento no viene de ellos sino que es algo que pasa a través de ellos como un don para otros.

La finalidad de la madurez no es, por tanto, matar el ego sino tener un ego sano. Llegar a esa madurez es una lucha que nos puede dejar, con frecuencia, en "inflación" (demasiado llenos de nosotros mismos y demasiado inconscientes de Dios) o en "depresión" (demasiado vacíos de nuestro propio valor y demasiado inconscientes de Dios).

La madurez y la santidad no estriban en matar o denigrar el ego, como a veces se dice en espiritualidades bien intencionadas pero mal aconsejadas, como si la naturaleza humana fuera obra del diablo.

El ego es integrante y crítico con nuestro natural modo de ser, parte de nuestro instintivo ADN. Necesitamos un ego sano para ser y permanecer sanos. El propósito no es nunca matar o denigrar el ego sino concederle su papel propio y maduro, esto es, mantenernos sanos, en contacto con nuestros dones y en contacto con la fuente y el propósito de esos dones.

Pero esto sólo puede ser llevado a cabo paradójicamente: Jesús nos dice que sólo podemos encontrar la vida perdiendo nuestras vidas. Una famosa oración atribuida a Francisco de Asís da a esto su expresión clásica y popular:

Oh, divino Maestro, 
concédeme que no busque tanto 
ser consolado como consolar; 
ser comprendido como comprender; 
ser amado como amar: 
Porque es dando como recibimos; 
es perdonando como somos perdonados 
y es muriendo a nosotros mismos 
como nacemos a la vida eterna. 
Sólo negando nuestro ego 
podemos tener un ego sano.

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