Una de las definiciones que más me gusta de santidad es la del Cardenal Newman: llegar a ser lo que somos en verdad.
La naturaleza nos da la primera lección de coherencia: de un perro nacen perritos y un manzano da manzanas. Una jirafa tiene jirafitas y una gallina, pollitos. Si de verdad nos creemos que somos hijos de Dios…seamos consecuentes. Porque ¿Qué Dios es santo como nuestro Dios? Dios nuestro Padre es Santo. Y la belleza del mundo, que culmina en la persona, es resplandor de esa santidad.
La santidad no es una carga, una obligación, un esfuerzo ímprobo que Dios nos impone. Parece mentira que hayan cuajado expresiones como “no soy un santo” y cosas por el estilo. Lo decimos y escuchamos con cara sonriente. La santidad es la esencia de Dios- su nombre es Santo, dice María- y cuando nos indica que debemos ser santos nos dice que nos lega una preciosa herencia: su talante, su manera de ser, su manera de mirar el mundo y las personas…eso es ser santo!
Del mismo modo que cada padre desea transmitir a su hijo, junto con la vida, lo mejor de él, Dios, que es santo, quiere darnos su santidad. Pero mientras que un padre y una madre transmiten lo que tienen, no lo que son, Dios, por el contrario, nos transmite también lo que es. Nuestra tarea es “asumirlo”, agradecerlo, preservarlo y compartirlo. ¿Podemos renegar del ADN que Dios nos ha transmitido? Charles Péguy decía que "la única desgracia irreparable en la vida es la de no ser santos". Es una especie de automutilación. Podemos fracasar en nuestras vidas en muchas cosas. Pero no deberíamos dañarnos, es decir, no deberíamos dejar de ser santos.
Existe una santidad que hemos recibido por el simple hecho de ser hijos de Dios, que explicitamos en el bautismo, y que recibimos continua y gratuitamente; y hay una santidad que debemos aumentar con nuestro esfuerzo. Cuando un padre deja una gran herencia a sus hijos también espera que la acrecienten. Pero yo nada puedo hacer crecer la Santidad de Dios. Se me pide solo que no deje crecer la cizaña, que arranque lo malo para que brille el Bien. Miguel Angel dijo que la escultura es el arte de quitar. Todas las otras artes se practican añadiendo algo: el color sobre la tela, en la pintura; una piedra a otra, en la arquitectura; un sonido a otro, en la música. Sólo la escultura se practica quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, para que surja la obra de arte. El escultor no añade nada, sólo quita. Se cuenta de Miguel Angel que un día, paseando por un jardín de Florencia, vio un bloque de mármol informe, abandonado y semienterrado. Se paró de repente, como si hubiese visto a alguien. "En ese bloque- exclamó- está encerrado un ángel; quiero sacarlo". Y agarró el cincel. También Dios nos mira tal como somos, semejantes a aquel bloque de piedra tosco y anguloso y dice: "Ahí dentro hay escondida una criatura maravillosa; está la imagen de mi Hijo. Quiero sacarla a la luz". La Santidad también es el arte de quitar…
“Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19,2).
“Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,25-27).
La santidad es una vocación universal. Que Jesús realiza de manera sencilla: «Yo hago siempre lo que le agrada a Él» (Jn 8,29) Porque su voluntad era esencialmente buena se adhiere desde pequeño al sumo Bien. Y es connatural a Él puesto que, además, ha vivido en casa el ejemplo.
La santidad tiene una moneda pequeña: la virtud. En ese sentido la santidad es perceptible y “practicable”. No se trata de algo inalcanzable. Más bien es, o debe ser, el pan de cada día. En realidad la virtud es el patrimonio moral de la persona, lo que nos humaniza, lo que nos define como hombre o mujer plenamente realizado.
San José Manyanet afirma de modo contundente que Nazaret es escuela de virtudes. Por eso en Nazaret se encuentra “lo que quieres y tu corazón desea” (E.N. I,1). Por ser hijos de Dios alienta en nosotros esa “centellica”, como decía Eckart, esa luz divina que nos hace anhelar el bien. Porque no nos reconocemos si no es en la santidad.
¿Qué significa virtud? La palabra viene del latín virtus, que igual que su equivalente griego, areté, significa "cualidad excelente", "disposición habitual a obrar bien en sentido moral". Por decirlo de alguna manera es “tener el vicio de hacer el bien”. Aunque reservamos la palabra vicio para definir el hábito de hacer el mal, hoy en día, popularmente, la palabra vicio se aplica a cualquier cosa de la que uno no puede “desengancharse”: el vicio de comer chicle, de jugar con los dedos mientras atendemos…pues bien, enganchémonos al bien. Claro que la virtud se adquiere por aprendizaje, por eso hablamos de ser un virtuoso de la música, por ejemplo. Salvo excepciones, no se es virtuoso a los siete años porque todo bien requiere paciencia y, sobre todo, voluntad. Ese es el punto clave. La persona que aspira a la virtud es porque su voluntad es la que es buena.
Dios no nos deja sin un camino trillado para alcanzar la santidad. Lo admirable es que Dios reside, con toda Santidad, en una familia. Por eso “atraídos por la exquisita fragancia de vuestras virtudes” (E.N. 1 v1) nos llegamos a Nazaret, escuela de virtudes, escuela de santidad. Hogar y Templo.
Fuente: http://www.vivirennazaret.blogspot.com/
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